Cuatro cañones (IV)
Entre las genuinas artilleras vocales del siglo pasado, aquellas sopranos que no exceden en mucho los dedos de ambas manos, no podía faltar el nombre de la gallega Ángeles Gulín. De entada, conviene desmontar una idea que roza casi el bulo: que la cantante nacida en Orense era un diamante en bruto, una gema sin pulir. Además de esto, aunque se diga algo menos, que era una artista volcánica, con erupción en los grandes papeles spinto y dramáticos, pero no brillaba igual en el canto fino o de menor tonelaje.
Su primer contacto adolescente con lo que sería su gran vocación, fue el placer de oír en disco a Rosa Ponselle, Maria Callas, Renata Tebaldi y otras grandes voces pretéritas, además de música radiofónica más informal. Así fue hasta que su padre, tenor de escaso recorrido, que se oponía a sus deseos, se transformó en su primer y casi único pedagogo. Duro como un maestro a la antigua, muy implicado, ideó para ella fatigosos ejercicios, tratando la voz instrumentalmente, hasta que fue capaz de dominar su formidable columna de aire, y emitir casi cualquier pasaje agudo, central o bajo, recorriendo una infrecuente extensión. Con tal bagaje, se midió con Flauta mágica en su debut montevideano.
No reconocer que Gulín tuvo desde muy joven una voz colosal, un talismán con el que hacerse oír en teatros con el aforo del Covent Garden, el San Carlo de Nápoles, la Staatsoper de Berlín, o nuestro Liceo, sería tan absurdo como afirmar que el sol sale por poniente. Pero más que un punzón de acero, aunque su recio metal brille en numerosos ímpetus, la suya era sobre todo una voz cálida, fluvial y torrencial, capaz de correr como el fuego fatuo de Falla o de las Fallas, traspasando el amplio dispositivo orquestal de los grandes fosos.
Lo cual hizo de ella un gran vehículo para las obras del Verdi temprano: Nabucco, Macbeth, Alzira, El corsario, e incluso Luisa Miller, diáfanamente más madura. Siendo imberbe, uno gozó en el Coliseo Albia en su tan celebrado Macbeth. Jamás había oído, ni en los pocos discos que tenía, una voz con presencia y volumen tan caudaloso, que en momentos parecía retumbar en el pavimento y la madera teatral. Metafóricamente, me hacía volar los pelos y, por la emotividad con que rubricaba el canto, también me escalofriaba mucho más que las brujas. Y eso que alguien del personal anunció que actuaría indispuesta.
Alzira se conserva en una toma en vivo, que vendía Isabel (Barroco era su empresa), cerca de la salida de artistas del Liceo. En una toma estimable, sus formidables estallidos apenas la desvían de la correcta direccionalidad sonora. En el dúo con Mario Sereni, Il pianto… la angoscia, por ejemplo, combina los arranques fogosos con preciosos detalles; y el recitativo, muy pujante, era de buen cuño. Sin duda, tanto Alzira como ella merecieron mejor suerte.
El corsario, una función de Fráncfort editada por Gala, presenta una suerte de pugna entre Gulín, de colmillo más fiero, y Ricciarelli, soprano angelicato que es casi su reverso vocal, si bien la belleza tímbrica las emparenta. Gulnara, una buena samaritana que salva a un enemigo de los suyos, junto al lanzallamas que deslumbra en los concertantes, tiene también momentos dulces.
Debieron de dolerle, cuando supo de frases como “que si no controlaba su voz, etc.”, como recuerda Antonio Blancas en la biografía con CD de Santi Vela Ángeles Gulín (2017), aunque habla con gran afecto de los amantes de la ópera que siempre la respaldaron. El barítono fue marido y sostén de la inmensa soprano durante sus graves complicaciones del riñón, fruto de una mala salud casi perpetua, sufrida heroicamente y poco a poco más lejos del aplauso.
También refiere José Antonio Solano, en 50 charlas con divos de la Ópera de Bilbao (1975-1996), que cuando debutó en Madrid en Butterfy, “La crítica estaba de uñas, por el camino emprendido por ella en los últimos tiempos. Pasado el trago, llovieron los elogios por todos los lados.” Y no es menos cierto que, conversos o de primera ola, su causa tuvo un buen número de defensores, también en esas otras obras que, como Aida, Ballo o Chènier, llevó más tarde a las tablas, entre ellas una Turandot, digamos, caliente.
Y Santi Vela, claro, es de los más apasionados. Entre sus comentarios, tomamos uno de una ópera casi pre verista: “En La Gioconda de Madrid —dice— ya manifestaba todo el esplendor de su potentísima voz, bella, bien timbrada, pasional.” Salvo la mención de algún “desajuste huidizo”, la opinión general de Alfredo Parenti no es opuesta en Il Mattino de Nápoles sobre, precisamente, una Aida del San Carlo, de 1976: “Su voz, como una deslumbrante hoja de acero, desbordante, incontenible, resistente a las dificultades de la partitura, (es) llena y densa de color incluso en el registro bajo”. Y uno, en fin, aporta una subyugante Luisa Miller bilbaína del 78, midiéndose con Pavarotti como dos grandes figuras que se respetan; ella plegó la voz en el I acto, para ceñirse a los requerimientos del personaje; Pavarotti se molestó porque los coros no plegaban la suya, cantando más forte de lo demandado en la muerte de Rodolfo.
Una tarde, charlaba con Francisco Gutiérrez, un hombre-ópera de saberes tan vastos que impedían los celos de raíz, con ser estos tan humanos. Llamó entonces a una leve tensión de un tenor nota a medio cocer. Alguna tuvo, sin duda, la Jolín, aunque estos días, repasándola en casa, no se hayan presentado. En la tarta del éxito, quizá tuvo una porción más chica de la que merecía, pero compartió los laureles con Frene, Sills, Crespin, Oralia Domínguez, Baker y Perret, Bergonzi, Gedda, Domingo, Lavirgen, Taddei o Bruson. Todos ellos son nombres que cantan por sí solos.
Joaquín Martín de Sagarmínaga