Cuando tocar es sufrir
El vídeo que viene a continuación es histórico en muchos sentidos. Está fechado en junio de 1992. Arturo Benedetti Michelangeli realiza una gira por Alemania con la Filarmónica de Múnich bajo la batuta de Sergiu Celibidache. Aquí, por primera y única vez en su carrera, concedió una propina. El pianista aseguraba llegar tan exhausto al final de sus conciertos que le resultaba imposible tocar más. En esta ocasión, sin embargo, hizo una excepción e interpretó el Hommage à Rameau de Claude Debussy. Benedetti Michelangeli nunca tuvo una relación serena con los directores de orquesta, en especial con los grandes: los veía como intrusos que se metían en su jardín para pisarle el césped y estropearle las flores. El único con el que hizo buenas migas fue Celibidache. Por eso, para homenajear al amigo en sus ochenta años, accedió a hacer en aquella gira lo que no había hecho nunca ni volvería a hacer: tocar una propina.
El vídeo es también interesante por otras razones. Aunque la calidad del sonido y de la imagen es mala, permite apreciar detalles llamativos. Uno en particular. Al final de la pieza (minuto 7), en el último acorde, cuando Benedetti Michelangeli levanta los dedos del teclado, en su rostro se dibuja una mueca. ¿Cómo definirla? Se diría una especie de congoja, de inconmensurable tristeza. Pocas veces se verá a un músico terminar así una pieza.
Para Benedetti Michelangeli, tocar era sufrir. El concierto, el hacer música, representaba para él un camino trabado de obstáculos insalvables. Todo conspiraba en su contra: el instrumento que no respondía adecuadamente, el público distraído o ruidoso, la acústica defectuosa de la sala, la iluminación incómoda… Pero incluso si se hubiesen subsanado estos aspectos, él sabía que tampoco habría servido de nada. Porque nunca sería posible reproducir fielmente, en todos sus matices, esa interpretación perfecta que tenía en la cabeza, ese sonido que sentía dentro de sí mismo como el único capaz de convertir la obra en una verdad absoluta. Siempre habría imperfecciones, grandes y pequeños detalles que impedirían traducir la idea interpretativa en toda su pureza. Cuando su mujer le preguntaba qué tal había ido el concierto, la respuesta era la misma, descorazonadora: “Podía haber estado mejor”.
Benedetti Michelangeli perseguía en cada concierto una perfección que nunca lograba hacer realidad, al menos en su opinión. Y como aquí, una vez terminado el concierto se levantaba con semblante serio, ajeno al entusiasmo del público que le ovacionaba. No era displicencia ni simple agotamiento: era más bien amargura, descontento hacia uno mismo. El único deseo del pianista era marcharse lo antes posible y pasar página. Por eso, quizá, no había propinas. ¿Para qué sufrir más?
La que presenciamos aquí es una lectura del Hommage à Rameau magníficamente otoñal, reposada y majestuosa como una antigua tela del Louvre. Pero ya sabemos que Benedetti Michelangeli no está satisfecho. Aquel junio de 1992, mientras los últimos sonidos del Hommage à Rameau se extinguen, sobre su rostro aflora por un instante un reflejo interior. Es la cara del artista que se sabe –una vez más– derrotado, consciente de haber faltado también en esta ocasión a la cita con la perfección. Al igual que Sísifo, Benedetti Michelangeli carga con su personal castigo: buscar la perfección en cada concierto, siempre y con todas sus fuerzas, aun sabiendo de antemano que no la logrará nunca.
Stefano Russomanno