MADRID / Festival Internacional de Arte Sacro: mucho de todo, y todo bueno, por Eduardo Torrico

Madrid. Basílica Pontificia de San Miguel. 8-III-2019. Carmen Romeu, soprano. Forma Antiqva. Director y clave: Aarón Zapico. Obras de Cavalli y B. Strozzi.
Madrid. Capilla del Palacio Real. 11-III-2019. Filippo Mineccia, contratenor. Collegium Musicum Madrid. Director, archilaúd y guitarra: Manuel Minguillón. Obras de Leo, Durante y Zamboni.
Madrid. Iglesia de Santa Bárbara. 14-III-2019. Eugenia Boix, soprano. La Tempestad. Directora y fortepiano: Silvia Márquez. Obras de María Luisa de Borbón, Lidón, F. Brunetti, Marchi y G. Brunetti.
Madrid. Congreso de los Diputados. 15-III- 2019. Vivien Simon, tenor. Ariel Abramovich, laúd renacentista. Obras de Le Roy, Narváez, Morlaye, Sermisy y Attaignant.
Madrid. Sala Cuarta Pared. 19-III-2019. Ensemble Phoenix Munich. Director, bajo y laúd: Joel Frederiksen. Obras de Nick Drake, Dowland, Cavendish y Campion.
Madrid. Capilla del Palacio Real. 20-III-2019. Aurora Peña, soprano. Concerto 1700. Director y violín: Daniel Pinteño. Obras de Torres y G. Bononcini.
Madrid. Basílica Pontificia de San Miguel. 21-III-2019. Ignacio Prego, clave. Obras de J.S. Bach, Froberger y H. Purcell.
Madrid. Capilla del Palacio Real. 25-III-2019. Lucía Caihuela. L’Apothéose. Obras de Ibeas, Reynoso, García Fajer, Castel y Llorente.
Eduardo Torrico
La XXIX edición del Festival Internacional de Arte Sacro (FIAS) de la Comunidad de Madrid ha tenido en sus dos primeras semanas mucho de todo, y casi todo lo que ha tenido ha sido bueno. Con una sesentena de conciertos en su programación a lo largo de cinco semanas, el nivel ofrecido hasta el momento no solo iguala el de los tres años precedentes —que supusieron un cambio felizmente radical en la vida del festival—, sino que incluso lo supera, al punto de que no resulta para nada exagerado decir que el FIAS se ha convertido en uno de los festivales más importantes que se celebran en España, no solo por la cantidad y diversidad de la oferta, sino por la excelente calidad de la obras y de los músicos que las interpretan.
No mencionaremos aquí el magnífico concierto inaugural del FIAS, a cargo de la soprano María Espada y del grupo Nereydas que dirige Javier Illán, con obras de Corselli, Lidón y Porretti, ya que dicho concierto es objeto de una extensa reseña que ustedes podrán leer en la edición de papel de la revista SCHERZO que aparece el próximo 1 de abril. Empezaremos, pues, por el dedicado por los tres hermanos Zapico, junto a la soprano Carmen Romeu y la violonchelista Ruth verano, a la compositora Barbara Strozzi —en el 450º aniversario de su nacimiento—. Junto a obras de la susodicha se incluyeron otras de Francesco Cavalli. Romeu no es especialista en música barroca, aunque ha hecho sus pinitos en ella. Su voz poderosa y su estilo tal vez no sean los más indicados para esta música, pero la soprano valenciana se defendió con bravura frente estas piezas, algunas de las cuales son extraordinariamente complejas. El acompañamiento (y las piezas que los cuatro instrumentistas tocaron a solo) fue todo lo florido e imaginativo que se le supone a Forma Antiqva, que no defraudó a su legión de fans.
Filippo Mineccia, a pesar de los problemas de voz que sufría por culpa de una faringitis, como el propio contratenor florentino anunció a la audiencia, dio otra lección de canto en un concierto conformado por cantatas espirituales de dos compositores napolitanos de la primera mitad del siglo XVIII: Leonardo Leo y Francesco Durante. Nápoles y su música están de moda; escuchando música como la ofrecida por Mineccia y el Collegium Musicum Madrid (reducido en esta ocasión a tres elementos: el violonchelista Guillermo Turina, el clavecinista Miguel Jalôto y el director del grupo, Manuel Minguillón, con la cuerda pulsada) uno entiende por qué Nápoles despierta tanto fervor. Un par de piezas instrumentales de Gio Zamboni Romano contribuyeron a dar una mayor variedad al precioso programa.
En un enclave apropiadísimo, la Iglesia de Santa Bárbara (recuérdese que en ella está enterrada la reina María Bárbara de Braganza, una gran amante y mecenas de la música, a la par que notable teclista), La Tempestad ofreció un concierto con el título de “Música sacra y profana en las colecciones de aristócratas españolas”. Ese título centraba la atención en sendas obras de María Luisa de Borbón (una sinfonía en dos movimientos) y de Anna Marchi (una sonata para fortepiano con violín y violonchelo). Pero las obras de estas dos damas fueron lo más flojo, con diferencia, del programa. El nivel de ambas no pasaba del de un diletante de segunda o tercera categoría. Nada que ver con el maravilloso —y endiablado— concierto para violonchelo de Francisco Brunetti, en el que Guillermo Turina dio toda una lección de técnica y musicalidad. Magníficas, asimismo, las Lamentaciones de Miércoles Santo del padre de Francisco Brunetti, Gaetano, que sirvieron para que Eugenia Boix desplegara todo su arsenal canoro. La soprano aragonesa se esmeró con un par de arias —muy mozartianas— de José Lidón, pero, en mi opinión, la calidad de estas no pasaba tampoco de discreta. Sorprendió para bien, puesto que es algo que se vea con asiduidad en una orquesta historicista española, el amplió orgánico (veintitrés músicos, incluidos ocho violines) de La Tempestad, que sonó igual de bien que siempre bajo la batuta de la enérgica Silvia Márquez, que también protagonizó momentos brillantes al fortepiano.
Del Clasicismo de La Tempestad pasamos al Renacimiento de Vivien Simon y Ariel Abramovich [foto 2], en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados, donde, una vez más (es la tercera vez que se celebraba un concierto en este escenario) los llamados “padres de la Patria” brillaron por su absoluta ausencia, síntoma inequívoco del nulo amor que estos profesan por la música culta, en particular, y por la cultura, en general. Simon, integrante del magnífico Sollazzo Ensemble, es dueño de una de las voces de tenor más atractivas —e inusuales— que hoy en día hay oportunidad de escuchar. Acompañado por el riguroso y, a la vez, elocuente Ariel Abramovich, cantó textos sacros (salmos traducidos por el poeta Clément Marot en el siglo XVI) a los que se había puesto música profana ya existente de compositores como Adrian Le Roy, Guillaume Morlaye o el gran Claudin de Sermisy (de quien se interpretó la contrafacta de su embriagadora canción Tant que vivray). Fue un concierto de una hondísima emoción y de una desbordante belleza, que debería hacer recapacitar a los programadores sobre por qué no se hacen más veladas de música renacentista en nuestro país.
Renacentista, en teoría, fue la música que sonó en la Sala Cuarta Pared, a cargo del bajo (basso profondo o, más bien, profondissimo) y laudista norteamericano Joel Frederiksen y de su grupo, en Ensemble Phoenix Munich [foto 1], integrado por el tenor inglés Timothy Leigh Evans, el violagambista esloveno Domen Marincic y el laudista y tiorbista alemán Alex Wolf. Digo que “en teoría”, porque las piezas —muchas de ellas arregladas por Frederiksen— de Dowland, Michael Cavendish o Thomas Campion aparecían mezcladas con composiciones —igualmente arregladas por Frederiksen— del compositor pop Nick Drake, fallecido en 1974 y de quien ahora se cumple el 50º aniversario de la publicación de su primer disco, Pink Moon. La fusión de músicas tan dispares resultó sublime, gracias fundamentalmente a la fascinación que en el público produjeron voces tan poco frecuentes y fascinantes como las de Frederiksen y Evans.
Y si de voces cautivadores hablamos, no le va a zaga a ninguna de ellas la de la joven soprano valenciana Aurora Peña, que cantó con esa fuerza arrolladora que le es característica tres cantadas al Santísimo de José de Torres, sin duda uno de los músicos más brillantes que hubo en la España de la primera mitad del siglo XVIII, aunque lamentablemente siga siendo un gran desconocido para muchos. Junto a estas obras, de perturbadora belleza, Concerto 1700, bajo la vibrante dirección del violinista Daniel Pinteño, incluyó dos sonatas de cámara para dos violines y bajo continuo de Giovanni Bononcini. El resultado de todo ello fue impactante, con un público absolutamente entregado desde el primer minuto.
Ignacio Prego, con un programa a base de partitas, evidenció una vez más por qué es uno de los más grandes clavecinistas de nuestros días. El madrileño interpretó las Partitas nº 3 y 5 de Bach, la Partita nº 2 de Froberger y la Suite nº 1 de Purcell. Música e interpretación resultaron hechizantes, en medio de un silencio sepulcral, pues ante venustidades como estas el público casi no se atreve ni a respirar.
La última reseña va dedicada a otro de los emergentes grupos españoles de música antigua que caminan con paso firme y decidido: L’Apothéose. El programa comprendía obras de maestros de capilla cuya música ha de encuadrarse en eso que se conoce como Preclasicismo (aunque algunas de las obras fueran ya descaradamente clasicistas). La joven soprano Lucía Caihuela, de voz sorprendentemente oscura, les sacó todo el partido posible a estas composiciones, aunque lo mejor, a mi juicio, fue un alucinante concierto anónimo para flauta travesera, que permitió exhibirse a Laura Quesada (sin discusión, una de las traversistas más sobresalientes surgidas en los últimos años, junto a la francesa Anna Besson). L’Apothéose (los violinistas Víctor Martínez y Roldán Bernabé, la violonchelista Carla Sanfélix y el clavecinista Asís Márquez, además de Quesada) rondó la perfección, como siempre.
(Fotos: Pablo F. Juárez)
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