MADRID / El infante y el estajanovista
Madrid. Auditorio Nacional. 14-III-2019. Daniil Trifonov, piano. Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky. Director: Valery Gergiev. Obras de Debussy, Rachmaninov y Mahler.
Regresaba Valery Gergiev con el debussiano Preludio a la siesta de un fauno, una obra que ya hiciera hace tres años en Madrid. Como entonces, vuelven a impresionar los arabescos y quiebros de la flauta —una espléndida solista, muy aplaudida—, mientras el director medía cada estremecimiento de la cuerda, cada murmullo amortiguado del arpa. Su concepto concede a la obra un cuerpo más ancho de lo usual, sobre todo durante el lírico episodio del centro, y en lo temperamental la acerca incluso al romanticismo. Un detalle llamativo: los dedos de ambas manos recuerdan un poco los vuelos de aves del Karajan anciano, aunque este dirigiera ya sin batuta.
Daniil Trifonov [en la foto] es un pianista de portentosa técnica, expresada mediante ataques límpidos y plenos, soltura y fluidez. Hace años, en su presentación en el ciclo Grandes Intérpretes me pareció un infante de actitudes atípicas frente al teclado, que gastaba perilla en miniatura. Abrió el programa con unas Escenas de niños de Schumann bizarras, sobre todo en los acompañamientos, y Ensueño —una pieza sencilla, salvo en su expresión— se vio perjudicada por un rebuscado contrapeso a la melodía. En aquel concierto las ideas manaban como el agua de los surtidores, pero algunas delataban el afán de ser original casi a cualquier precio.
Sin embargo, ahora no hay mucho rastro de aquellas ocurrencias, al menos no en el Primer concierto de Rachmaninov, y en cambio lo bueno —que no es poco— sigue ahí, incluso acrecentado. Tras la fanfarria de apertura, compareció con todos sus poderes, lanzando destellos que conectaban los pequeños saltos en el taburete con la extensión de sus dedos, a través de una fuerza motriz que recorría toda la extensión del cuerpo hasta fijarse en las yemas. Resolvió la difícil cadenza con viveza, recreando el gran tema orquestal del inicio aquilatadamente. Gergiev permitía que se luciera, le dejaba hacer, y nunca tuvo tentaciones de contender con él en potencia, ni siquiera en los casi ciclópeos tiempos extremos. En dos palabras, se entendieron.
En el lento exprimieron el lirismo. Trifonov tiene una homogeneidad en la gama sonora que, aunque sus fuentes pedagógicas son muy otras, recuerda el toque perlado de la escuela francesa. Por eso le cuesta tan poco sostener el canto, sin perder la sobriedad ni resultar dulzón, algo que el autor ejemplificó en sus propias grabaciones. Puestos a pedir, faltó un mayor contrapeso entre el río melódico, tan destacado, y los acompañamientos, más débiles, que completan el caudal.
También Gergiev acarrea su leyenda, referida a la cantidad de conciertos que propina a destajo. Cuentan que en sólo una semana dio cinco en Londres. Como no es nada fácil unir extensión y profundidad, el ritmo de trabajo de su batuta en las giras de conciertos, el foso de ópera o las grabaciones puede abocar a sus músicos, y a sí mismo, a la fatiga y la ejecución despachada de modo exprés. De ahí que, pese a su talento, no siempre pueda evitar alguna irregularidad.
Mahler buceó en fuentes muy heterogéneas para ensamblar sus obras, y es difícil hacerle plena justicia. Sublimes visiones beatíficas alternan con sones de bandas militares y canciones folclóricas algo vulgares, aunque maravillosas, todo ello resuelto mediante la dialéctica —el tercer momento hegeliano— de un genial orquestador. Y no es que la Quinta sinfonía no fuera estimulante en manos del ruso, pero a veces se resolvió valiéndose de criterios un tanto al uso, sin salirse del carril tan cotidiano por el que, con chispazos poderosos, trascurrieron sus dos primeros tiempos, con volumen sonoro en los arcos de la Sinfónica del Mariinsky, pero sin ominosidad y casi con rudeza. El propio Gustav Mahler, a partir de una herencia centroeuropea fabulosa, proyectó su música hacia el porvenir, interesando a los mejores intelectos de la II Escuela de Viena. Gergiev debió ser menos conservador en su enfoque, poniendo más a prueba las costuras de esta obra desmesurada y volteándolas un poco, al menos para cerciorar que aguantan.
La mejoría, cree uno, prendió ya en el Scherzo, auténtico gozne de la obra. Un cierto sabor vienés, tampoco mucho, y matices grotescos, aunque distintos a Prokofiev, gran favorito de Gergiev, de humor más deformante. Saltaron y danzaron las maderas y cuerdas, con bellas frases del clarinete, y una sonoridad global que pudo ser aún más afilada y camerística.
El famoso Adagietto, que siempre despierta expectativas, fue expuesto con belleza y a una velocidad adecuada. Duró diez minutos justos, lo preciso para que no languidezca su hermosa canción, aunque a otros directores les dure uno o dos minutos más. En el último tiempo, en fin, fue patente el estupendo oficio mostrado por todos. El Rondó espanta-tinieblas, como lo llamó Pérez de Arteaga, tuvo un tono jubiloso y festivo, del que ya hubo anticipos en determinados momentos del Scherzo, y los degustadores de orquestas de rango pudimos disfrutar de las habilidades con que era desentrañada la polifonía de algunos tramos esenciales.
Joaquín Martín de Sagarmínaga