Crítica aguerrida

Si de algo cabe calificar a determinada crítica musical es de aguerrida, más aún que, como se estilaba antes para los que escribían en los periódicos todos los días o casi, militante. Aguerrida, valiente, brava y hasta pendenciera a pesar de que sus protagonistas peinen canas o luzcan alopecias que harían pensar en una cierta adquisición de eso que es tan necesario en la vida: madurez. Son hijos de aquella tendencia que solo se ha dado, precisamente, en la crítica musical, la de abrochar el comentario, de un disco por ejemplo, con un calificativo perentorio e intransigente: obligatorio. No suele ni solía la crítica literaria o la de artes plásticas acudir a ese aviso que compromete el gusto con el bolsillo, la necesidad con la prisa y que, a fuerza de repetirse, ha desembocado en una suerte de territorio acotado en tiempo y en espacio pero, sobre todo, en sus nombres, pues el culto a la personalidad o el odio acérrimo a la del contrario campan allá por sus respetos, el que se niega, por cierto, a quienes opinan en contrario. Los años no han llevado a una mayor apertura de miras sino a cerrar cada vez más la profundidad de campo.
En los primeros días del pasado mes de septiembre lo hemos podido comprobar no en una polémica sino en un dictamen de, cómo no, obligado cumplimiento —de hecho, así se le proponía la solución de aquella a algún ingenuo que quería saber más de las razones que de las sensaciones—. Se trata, naturalmente, de la reacción que ha desatado entre una parte de la crítica el debut de Kirill Petrenko como titular de la Filarmónica de Berlín. Habría que preguntarse hasta dónde se han conmovido los cimientos de la Puerta de Brandemburgo al llegar allí los ecos de las opiniones en torno al, al parecer, inmenso error que ha cometido la orquesta alemana al elegir —repetimos: elegir— a su nuevo director titular. Es ese despotismo ilustrado, inasequible al desaliento mientras ve pasar por su lado el discurrir de la vida y del tiempo, lo que importa de verdad, la irrupción de las jóvenes generaciones en la música clásica, el cambio en los referentes del sonido grabado a través de nuevos medios en los que elegir sin intermediarios y tantas cosas. Al fin y al cabo el arbitrismo ha sido siempre seña de identidad del opinador que se cree incomprendido y que llega agotado al final de su jornada reflexiva. En este caso se trata, además, de opinar sobre lo que una empresa privada hace con su dinero, ni más ni menos. ¿Que esa decisión puede hacer que se conmuevan los cimientos de la historia de la interpretación occidental? Seguramente no. Lo bueno del sistema de prueba y error cuando lo desarrolla gente sensata es que el error se detecta, la prueba se suspende y aquellas indignaciones se convierten en la lucidez de quien acertó la quiniela el lunes.
Es una pena que el debate crítico se quede en la cáscara, en la mera cita notarial de la actualidad o en la descalificación de quien no piensa como uno por un quítame allá esta versión. Justamente ese debate, que no es necesariamente una conversación organizada sino la suma de opiniones en medios distintos razonablemente argumentadas se pierda sepultada por lo accesorio o elevando un tiro que jamás alcanzará su objetivo. La situación real de la cultura en España, las carencias de la música, los problemas de sus profesionales, las dificultades por las que pasan las orquestas, el desinterés de las administraciones, la orfandad de los públicos son asuntos mucho más importantes que la pertinencia o no de un nombramiento en Berlín. Esas que sí que son batallas a ganar si no queremos perder lo poco o mucho que tenemos.
(Editorial publicada en el nº 355 de SCHERZO, de octubre de 2019)
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