Cortylandia (a Joaquín Martín de Sagarmínaga in memoriam)
Un día, posiblemente hacia 1995, me convocaron a una reunión en la Fundación Cajamadrid, hoy desaparecida como tal. No recuerdo el objeto concreto de la reunión. Yo hacía poco tiempo que acababa de poner en marcha el Liceo de Cámara, una propuesta musical que Alfredo Tejero, el gerente, había aceptado en septiembre, y que se puso en marcha casi de inmediato. Así que tenía poco contacto con la fundación en sí.
Aquella reunión tuvo lugar a última hora de la tarde en plena navidad. Éramos unas ocho personas alrededor de una gran mesa ovalada en una sala que tenía un balcón a la calle por el que entraba todo el ruido de las gentes y niños que atiborraban las callejuelas que rodeaban el edificio histórico de la Fundación, en pleno centro comercial de Madrid. La reunión había empezado antes y a otra persona y a mi nos habían citado después, a otra hora, así que nos incorporamos al final. Me señalaron una silla y cuando me senté, el hombre que estaba a mi derecha, menudo y pálido, con un traje azul impecable y corbata, se levantó, hizo un gesto como de besarme la mano y se presentó diciendo su nombre, que no entendí, pero que era algo largo y no corriente. En realidad todos los hombres seguían ese standard de vestimenta. Las mujeres, que éramos menos, bien vestidas y discretas. El tipo, sentado a mi lado, de vez en cuando se volvía y me dedicaba miradas de recorrido que se detenían a veces, por ejemplo, en mi pecho. Empecé a congelar la sonrisa en plan esfinge y le dediqué varias miradas breves pero fijas y heladoras. No sabia quién era, pero me daba igual.
La reunión fue breve. La única mujer que conocía se desvaneció cuando no había acabado de levantarme de la silla y en el momento en el que acabé de saludar y despedirme, iniciando la bajada de la escalera, ya me escoltaba, hablando sin cesar, el tipo del traje azul, que no parecía dispuesto a despegarse porque anunció su propósito de acompañarme. No tuve más remedio que volver a preguntarle por su nombre y dijo que Joaquín y varios apellidos. Me sorprendió que el instrumento que yo tocaba, el clave, le resultase familiar, aunque no era frecuente en aquella época. Traspasamos juntos la puerta del edificio de la Fundación y nos metimos entre empujones en el río de gente que bullía alrededor del centro comercial. Hice varios intentos de despedirme, pero no conseguía moverme de mi sitio, ni él tampoco. En esto, para colmo de horrores, comenzó a sonar la música de ‘cortylandia’, porque estábamos prácticamente en la fachada de El Corte Inglés, que había montado un espectáculo en el que salían muñecos que bailaban y ventanas que se abrían y cerraban. Nos miramos con gesto de impotencia, pero yo, para aflojar lo tenso de la situación, espachurrada con un tipo que me había mirado de aquella manera, hice ademán de seguir el compás de la canción con la cabeza, aunque con rictus de sufrimiento. Y en esto veo que Joaquín se arranca a corear la canción pero cantándola en serio, a pleno pulmón, como un tenor, enterita (‘dándolo todo’, se diría ahora). Los que estaban espachurrados con nosotros le miraban. Joaquín consiguió incluso sacar un brazo para levantar la mano en el agudo final. Yo me había quedado estupefacta pero según progresaba su enardecido canto tuve el impulso de sumarme al insólito despliegue que ofrecía el surrealista arrebato del tal Joaquín. Cuando el show del Corte Inglés acabó y la gente aplaudió y empezó a irse rápidamente con los niños protestando y las mamás tirando de ellos, nos miramos y nos reímos. Le pregunté si había estudiado canto, pero no recuerdo su respuesta. Seguimos caminando hacia el metro y antes de despedirnos yo le propuse quedar todos los años por navidad para cantar lo de cortylandia juntos. Y luego tomar un café o lo que fuese. El aceptó, con independencia de que nos viésemos antes de la siguiente navidad.
Se creó una confianza y una amistad, con ralos encuentros, aparte de las tres o cuatro navidades siguientes en que nos juntamos y cantamos cortylandia, para luego irnos a tomar algo por la zona. Coincidíamos en conciertos y, poco a poco, Joaquín, Martin de Sagarmínaga se me descubrió como un hombre inteligente y observador, aunque tardaba mucho en ir al grano. Yo le pedí que leyese unos escritos míos y, aparte de ser muy amable y de elogiármelos, localizó dos contradicciones que solamente con un estricto razonamiento se hubieran podido detectar. Lo que pasa es que tardó casi tres cuartos de hora en explicarme entre preámbulos y perífrasis lo que había descubierto. Me pareció que sus críticas tenían un punto de complicada originalidad, pero siempre decían cosas interesantes y diferentes. Vino a mis reuniones y, a pesar de ser ‘un raro’, hizo amigos entre mis amigos. Después, mi vida cambió y sólo coincidíamos de vez en cuando en el auditorio, donde me asaeteaba a preguntas y formulaba tesis con sus corolarios y todo. Nunca entendí bien la vida que llevaba, me hablaba entre reservado o enigmático, tal vez porque suponía que yo estaba al tanto de sus circunstancias (no lo estaba).
Dejamos de vernos, pero a veces lo leía en Scherzo, así que supuse que su vida seguía igual. Hasta ayer, que me avisaron de su muerte. Era joven, no me lo esperaba. Y me queda el regusto amargo de no habernos contactado en tantos años… y tener más cercana una última cortylandia… Descansa en paz, Joaquín.
Inés Fernández Arias