CÓRDOBA / Orquesta de Córdoba: el mirlo y la trompa maravillosa
Córdoba. Gran Teatro. 26-X-2023. Orquesta de Córdoba. Felix Klieser, trompa. Director: Hossein Pishkar. Obras de Mozart y Strauss.
Comenzaremos con el obligado apunte extramusical que pide el extraordinario caso del trompa alemán Felix Klieser (Göttinge, 1991). Nacido sin brazos por una razón desconocida —al menos, para él, irrelevante—, su determinación de ser músico a pesar de las férreas limitaciones de su discapacidad y del hecho de haber nacido en una familia sin un interés especial por la música, nos da idea de la fuerza de voluntad que tiene que atesorar quien, con estos mimbres, ha llegado a colocarse en la cima de los grandes solistas instrumentales. Para el público impacta verlo aparecer en el escenario, sentarse, descalzarse los dos pies. Con el pie derecho, maniobrar el trípode que sostiene la trompa para acercarse la boquilla a la boca. Con los dedos del otro, tras elevar la pierna izquierda con una ligereza contorsionista, pulsar las palas con una agilidad pasmosa. Toda esta operación realizada con una fluidez que refleja años —toda una vida en realidad— de trabajo concienzudo, de superación física y personal, deja al público entre atónito y admirado. Pero todo esto, todo lo que se apunta aquí sobre Klieser, desaparece, se esfuma, como por arte de magia, en el instante maravilloso que empieza a sonar la música.
Y ahí tuvimos una suerte inmensa por contar, junto a Klieser, del modélico desempeño rector del joven director iraní Hossein Pishkar, todo un descubrimiento, y de una Orquesta de Córdoba que rindió, en términos de empaste, afinación, respuesta y agilidad, al tope de sus posibilidades, posiblemente a máximos, como hacía tiempo no presenciábamos. En programa, dos obras concertísticas de referencia para trompa y orquesta, el Concierto para trompa y orquesta nº 2, K 417 de Mozart y el Concierto para trompa y orquesta nº 1, op. 11 de Richard Strauss. La poco frecuente obertura de El empresario K 486 de Mozart dio inicio al concierto. Su celebérrima Sinfonía nº40 en sol menor K 550 sirvió de broche final.
El mundo sonoro de la trompa, asociada en su origen al mundo marcial y cinegético, fue definiéndose a lo largo del siglo XVIII a partir de su incorporación al tapiz instrumental de la orquesta sinfónica. Haydn y, sobre todo, Beethoven, exploraron sus posibilidades tímbricas y expresivas, especialmente el músico de Bonn, quien inaugura lo que podríamos considerar el tratamiento moderno de la trompa que servirá de referencia a todo el romanticismo posterior hasta llegar al mismísimo Richard Strauss. El caso de Mozart es singular, porque, al igual que ocurriera con otros instrumentos de viento vinculados a amigos y virtuosos, su interés se centró en explorar principalmente la dimensión cantabile del instrumento. Todo esto quedó perfectamente ejemplificado en las soberbias interpretaciones que Klieser y Pishkar ofrecieron de ambos conciertos. De la dulzura mozartiana al jovial heroísmo straussiano, el toque de Klieser tonó, cantó, superó todas las agilidades, en una demostración de control absoluto de la respiración y del canto legato. Compenetradísimo fue el acompañamiento de orquesta y director, con un discurso nítido, ágil y preciso, reverso de lo que suele suceder en los conciertos instrumentales donde las orquestas tienden a ceder protagonismo al solista y a instalarse en un amorfo e indiferenciado segundo plano. Con Pishkar no fue así. La orquesta se comportó en todo momento como si de un segundo instrumento se tratara, con un trabajo del contrapunto —tan capital en Mozart como en Strauss— tan claro y matizado que hacía fluir el discurso sonoro con Klieser con la nitidez de una obra de cámara. Sensacional.
Fue tan alto el nivel alcanzado en los conciertos que, consecuentemente, se generó una gran expectación sobre cómo abordaría Pishkar una obra tan fronteriza, tan liminar, como es la Sinfonía nº 40 mozartiana. Piedra de toque del arte de la dirección, Harnoncourt la veía sin ambigüedad alguna como una obra netamente romántica pese a sus costuras neoclásicas. Si hoy en día prevalece una reducción de la música de Mozart a un sonido históricamente informado que hurta parte de esa latencia, el maestro iraní optó por esa tercera vía que es, en realidad, la vía de siempre, la de los directores rigurosos con la forma, el ritmo y la velocidad sin renunciar al arte del claroscuro y la dimensión expresiva. Dicho lo cual, el primer movimiento, superlativamente planificado, decepcionó por su unilateralidad, apremiante hasta el desasosiego y sin que diera pie a que aflorara la poesía y el trasfondo trágico que esta música. Una velocidad mayor de lo habitual también lastró un Andante que quedó, para mi gusto, excesivamente trivializado. Modélicos resultaron, sin embargo, el Menuetto y el Finale – Allegro assai, dichos con la suficiente furia, como un vendaval. Ideas arriesgadas, sobre todo en materia de tempi, y una capacidad mayúscula de llevarlas a cabo. Se podrá o no estar de acuerdo con ellas, pero en cualquier caso representan una voz propia con cosas que decir y una capacidad ejecutiva fuera de lo común. Un chasco disfrutable. Y un mirlo blanco a seguir.
C. Crespo García
(foto: Rafael Alcaide)