CÓRDOBA / La catedral dentro del teatro
Córdoba. Gran Teatro. 6-X-2022. Orquesta de Córdoba. Orquesta Joven de Córdoba. Dirección: Carlos Domínguez-Nieto. Bruckner: Sinfonía nº 8.
Volvía la Orquesta de Córdoba a Bruckner para inaugurar su curso musical. Si el año pasado fue la Quinta, para esta temporada tan especial, donde la orquesta cumple treinta años de existencia, se ha querido reservar la cumbre del ciclo, la monumental Octava. Nueva adición, por tanto, a una serie sinfónica iniciada tras la llegada a la titularidad, tres años atrás, de Carlos Domínguez-Nieto, bruckneriano nato y confeso. ¿Transitamos, sin haber sido advertidos de ello, hacia una integral completada en torno a 2024, año del bicentenario del compositor de Ansfelden, la primera en la historia de nuestra ciudad? Ojalá.
La Octava es cosa seria. Por duración, exigencia, caudal sonoro o recursos para su ejecución. Interpretarla en Córdoba suponía, nada menos, que meter una catedral dentro de un teatro. Para resolver la cuestión ejecutiva se dispuso del apoyo de la Orquesta Joven de Córdoba, con la que se daba comienzo a una colaboración estable de refuerzos puntuales de plantilla que deseamos fructífera como ejercicio de formación de nuestros músicos del futuro. En materia acústica las mentes rectoras decidieron, sabiamente, aplanar el techo del escenario, ganando equilibrio entre las familias instrumentales a cambio de perder punch en los metales. Lo uno por lo otro. Se contaba que la mayor preocupación durante los ensayos era que no se perdiera la madera. Y no lo hizo. En Bruckner, las perspectivas sonoras y los contrastes tímbricos son capitales. En cualquier caso la vivencia del sonido, nunca del todo suficiente en el Gran Teatro de Córdoba, fue más satisfactoria que otras veces.
Cuando Domínguez-Nieto, concentradísimo, marcó los primeros compases del Allegro moderato, un nítido trémolo al que se superponían las amenazantes frases de la cuerda grave, un sonido lento y misterioso envolvió la sala. A partir de ahí dio comienzo una interpretación que solo cabe señalar como prodigiosa. Los tempi fueron amplísimos, a veces hasta el límite —la interpretación rozó los 95 minutos; sirva de referencia que la célebre filmación de la Octava por Celibidache en Tokio frisa los 98—. El fraseo fue matizado al extremo, sin dejar ni un instante a que asomara la sensación de automatismo en las numerosas figuras repetidas. En los temas líricos, los gesangsperioden, el director parecía detenerse y entregarse sin contención y con fervor a la efusión lírica. La secuencia de secciones que articulan el discurso fue expuesta con meridiana claridad. La construcción de los crescendi, o las transiciones entre episodios, guiadas por mano maestra.
Cada movimiento tuvo su propio carácter alumbrado bajo una idea global de la obra. En el Allegro moderato y en el Finale se optó, prioritariamente, por un discurso ordenado, sin prisas, potenciando los acentos expresivos de seriedad, advertencia y rebeldía gracias al tempo cómodo de base, a la capacidad de acumular tensiones y de dibujar la peculiar atmósfera tímbrica bruckneriana. El Scherzo, por el contrario, brilló por su dinamismo y exaltación rítmica —tour de force para la timbalera Cristina Llorens, que se lució en toda la obra—. En el Trio, sin embargo, se potenció su dimensión pastoral, ensoñándose al máximo. El tercer movimiento, Adagio, finalmente, se erigió, por méritos propios, en la clave de la bóveda, siendo abordado con un sentido del abandono, la melancolía y la belleza de veraz emoción. Mágico fue su arranque, con unos reguladores infinitos sobre el acolchado palpitar de violas y chelos, y triunfal, como no podía ser menos, su clímax. Para el recuerdo momentos como la tensa coda del primer movimiento o la coda del Finale, ese pináculo con el que acaba la sinfonía, que el firmante, ni en vivo ni en disco, ha escuchado tan transparente y bien construida.
El prodigio pasó como un suspiro, y tras el segundo después de extinguirse el sonido en la seca acústica del Gran Teatro, la catarata de aplausos y ovaciones nos sacó del trance de haber sido testigos de un evento irrepetible al que no cabe hacer apostillas de carácter técnico. La orquesta rindió al máximo de sus posibilidades, galvanizada y dándolo todo, y así se lo reconoció el público. Pero esta vez el último crédito, la loa final, por justicia, debe reservarse a quien supo sostener mental y físicamente esta inmensa bóveda en una intensa hora y media de éxtasis melómano, Carlos Domínguez-Nieto.
C. Crespo García
(Foto: Juan Antonio Partal)