CÓRDOBA / Festival de Piano Rafael Orozco: Universo Rachmaninov
Córdoba. Gran Teatro. 08 y 10-XI-2023. XXI Festival de Piano Rafael Orozco. Juan Carlos Fernández Nieto, Anna Fedorova, Sergei Yerokhin, Daniel Ciobanu, Jorge Luis Prats, piano. Orquesta de Córdoba. Salvador Vázquez, director. Obras de Rachmaninov.
El corazón de esta XXI edición del Festival de Piano Rafael Orozco, organizado por la Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Córdoba, lo conformaban dos conciertos separados por un día de descanso donde se ofrecía, por primera vez en nuestra ciudad, la integral de obras para piano y orquesta del ruso Serguei Rachmaninov con motivo del 150º aniversario de su nacimiento, compositor que fue, por otro lado, uno de los caballos de batalla del insigne —y llorado— pianista cordobés. La ocasión ha permitido reunir cinco pianistas diferentes, uno para cada obra, junto a la Orquesta de Córdoba y Salvador Vázquez como batuta invitada en unas veladas presentadas como “Maratón Rachmaninov” y que han constituido todo un rotundo triunfo organizativo y artístico.
Escuchar de manera tan concentrada y seguida estas obras, donde se condensa la doble faceta de Rachmaninov como compositor y como concertista de medios privilegiados, permite extraer elocuentes conclusiones por la inevitable comparación de las obras entre sí. Si sobre el Primer Concierto (1891, rev. 1917) aún se detectan las sombras arrojadas por los admirados Liszt y Chaikovski, el Cuarto y último (1926, rev. 1941) es una pieza extraña, con un discurso fragmentado y acentuado cromatismo, que presiente la modernidad pero no termina de abrirse a ella. El Tercero (1909) es la cumbre del ciclo por la inspiración melódica sin desmayo de principio a fin y el equilibrio logrado, al fin, entre orquesta e instrumento. El Segundo (1901), tratándose un empeño mayor de enorme significancia vital para el compositor —el cierre de una etapa de profunda depresión—, y siendo una pieza talismán para muchos pianistas, queda, a nuestro entender, un peldaño ligeramente por debajo. Finalmente, la famosísima Rapsodia sobre un tema de Paganini (1934) es una fulguración, un indisimulado y hedonista despliegue de medios por puro placer auditivo alla Hollywood. Rachmaninov en América.
La templanza. Juan Carlos Fernández-Nieto es un músico riguroso. Construye la música desde dentro, sin excesos, tomando como punto de partida la partitura, que desentraña con orden y pulcritud, sorteando sin exhibicionismos las constantes demandas virtuosísticas que pide la escritura del músico ruso. Esa concentración en la ejecución y una gestión prudente de la gama expresiva restaba inflamación romántica al Tercer Concierto, pero, poco a poco, y esa fue su fortaleza, ganaba la batalla por la lógica y la naturalidad con la que la música quedó expuesta. No obstante, en el Allegro ma non tanto encontramos diferencias de equilibrio entre el piano y la orquesta, que, por momentos —clímax del desarrollo—, todo lo sepultaba. Por contra, en el Intermezzo: adagio, fue el piano quien tomó la iniciativa y se erigió en protagonista absoluto. En el Finale: Alla breve se llegó, afortunadamente, a un acuerdo entre orquesta y solista siendo, por la conjunción lograda, y la trepidación de los minutos finales constituyeron el momento más satisfactorio de una satisfactoria interpretación.
La pasión. Elocuente fue el contraste con la ucraniana Ana Fedorova en el Segundo Concierto que vino a continuación. Con un movimiento corporal y de brazos muy suelto, la pianista se entregó con pasión indisimulada a la música, que, dicha de esta manera, muestra su cara más fáustica, la que más aproxima a Rachmaninov a su condición de gigante romántico. Fedorova derrochó fuerza, elegancia y gran escuela, con un fraseo lleno de inflexiones acompañado de una gama dinámica muy amplia. El virtuosismo fue mayúsculo. Los escollos técnicos se sortearon con una facilidad pasmosa. Desde los tremebundos acordes iniciales, la pianista ucraniana se hizo con las riendas del concierto, que no soltó hasta la nota final. Imposible sustraerse al torrente emocional que desprendía la caja del piano. Orquesta y pianista lograron momentos de gran intensidad e intimidad en un Adagio sostenuto conmovedor.
La asepsia. Desconocemos que pudo pasarle a Sergei Yerokhin. Si estaba indispuesto o si, simplemente, no tenía la obra en dedos. No se le vio cómodo en casi todo el Cuarto concierto con el que arrancó la segunda jornada. Un fallo de memoria obligó a parar y reiniciar el tercer movimiento. Hasta entonces la interpretación discurría en una línea nerviosa y distanciada, aséptica, como con prisa y poco compromiso expresivo. El sonido que extrajo del piano fue seco y poco resonante, escaso de armónicos. Accidental o premeditado, la interpretación ofreció de esta forma un Rachmaninov menos carnoso de lo acostumbrado. Las agilidades fueron suficientes, pero, por momentos, el piano parecía perder fuelle y parecía quedar detrás de una orquesta que tuvo que redoblar esfuerzos para acompañar la discontinua línea del solista.
El magnetismo. Fue empezar la Rapsodia sobre un tema de Paganini y quedar atrapados desde el primer instante por el espectáculo que montó el rumano Daniel Ciobanu. Como ya ocurriera con aquellos antológicos Cuadros de Musorgski ofrecidos en Córdoba hace un par de años, la cuestión de la técnica queda superada y solo queda la música, o mejor dicho, solo queda el hacer la música, porque la visión del pianista rumano es insuflar vida expresiva a cada acorde, a cada escala, a cada nota. Este planteamiento, colorista, variado y magnético, se ajustó como un guante a una obra como la Rapsodia, que fue dejando momentos inolvidables, variación a variación, hasta esa variación XVIII donde orquesta y piano lograron el pináculo emocional del Maratón.
La naturalidad. Con Jorge Luis Prats no hubo sorpresa alguna. Es dar los primeros acordes del Primer Concierto y quedar el público absorto por el despliegue de fuerza, de técnica, por el increíble volumen que extrae del instrumento, el peso igualado de ambas manos en el sonido, y, sobre todo, por esa manera de tocar donde todo fluye con una naturalidad cristalina, como si el pianista cubano nos dijera: “ahí tenéis la música y nada más”. Su cadencia del Vivace, donde el piano se muestra en plenitud, fue canónica por incontestable desde cualquier aspecto interpretativo. El Allegro scherzante final cerró con virtuosismo y elegancia el concierto y la maratón.
La Orquesta de Córdoba su director, Salvador Vázquez, cumplieron impecablemente con el papel de contraparte. Empleando tempi cómodos y apostando por un fraseo muelle y flexible, Vázquez buscaba dotar al acompañamiento del élan apropiado de la gran música romántica. Siendo en todo momento solvente y adecuada su participación, orquesta y batuta demostraron un plus de inspiración y compromiso en el segundo de los conciertos, donde tuvieron que pasar de fajarse con un solista que hacía aguas (Cuarto) a entregarse a una propuesta de juguetón exhibicionismo (Rapsodia) y terminar, relajados, creo, por saber que la nave llegaba a salvo a puerto, disfrutando y dando lo mejor de sí ya libres de preocupaciones (Primero). Unas jornadas para el recuerdo.
C. Crespo García
(fotos: María Cariñanos y Rafa Alcaide)