CÓRDOBA / ‘Aida’ en el Gran Teatro: triunfales Tavira y Domínguez-Nieto

Córdoba. Gran Teatro. 28-IV-2023. Verdi: Aida. Lucía Tavira, Eduardo Aladrén, María Luisa Corbacho, Javier Franco, Francisco Santiago, Alejandro López, Raúl Jiménez, Ana Sanz. Coro Ziryab. Orquesta de Córdoba. Dirección musical: Carlos Domínguez-Nieto. Dirección de escena: Daniele Piscopo.
Quiso el Instituto Municipal de las Artes Escénicas de Córdoba celebrar por todo lo alto el 150º aniversario del Gran Teatro, su sala insignia, programando nada menos que Aida de Verdi. No es Córdoba plaza estable para la lírica, por lo que cualquier título que se programe es saludado con alegría por la melomanía lírica local, secularmente abandonada, máxime si se trata, como era este caso, de uno de los caballos de batalla del gran repertorio. Aida exige movilizar muchos medios para lo ajustado de su duración: al menos cinco grandes voces, un coro rutilante, una orquesta atenta y un aparato escénico capaz de resolver los momentos más grandilocuentes de la obra, los más conocidos y esperados, aunque de todos es sabido que la verdadera sustancia musical, las partes más inspiradas, la reservara Verdi para las escenas más íntimas.
Para una ocasión tan especial se contaba con la Orquesta de Córdoba en el foso, el concurso de un ramillete de buenos cantantes españoles, entre ellos la cordobesa Lucía Tavira, que debutaba en el rol principal, el Coro Ziryab de la ciudad, una producción cumplidora procedente de Las Palmas y en el podio el recientemente defenestrado Carlos Domínguez-Nieto, ya ex-titular de la Orquesta, que, avatares del destino, se reencontraba por primera vez con el público y la formación tras los oscuros episodios que rodearon su cese. Pablo J. Vayón los ha resumido muy bien para este medio y no merece la pena volverlos a relatar aquí. El ambiente previo cargado de electricidad por el reencuentro acabó, como era de esperar, en una catarata de aplausos en cuanto Domínguez-Nieto asomó por el foso. Se hizo patente el sentimiento de profunda gratitud del respetable hacia un trabajo de cinco años impecable en cuanto a resultados artísticos. Y, como si algo de esto añadiera un plus de sobremotivación para el director, fue empezar la música y echarse sobre sus hombros la función entera, a la que llevó con un impulso y una tensión sin desmayo, dejando aquí y allá lecciones de genuino lenguaje verdiano. Desde el directo y bien dibujado preludio, el tenso enfrentamiento entre Amneris y Aida, el juicio del Acto IV o todo el final, cuajado de detalles de enorme creatividad, el tejido instrumental estuvo atento a las voces y las sostuvo con verdadera maestría. La comprometidísima Marcha triunfal se resolvió de forma muy astuta, alcanzando auténtica grandeza gracias al acertado juego de retenciones de tempo y regulación de dinámicas. Toda una exhibición de batuta.
Las funciones se dedicaron a la memoria del tenor cordobés Pedro Lavirgen, inolvidable Radamés, fallecido semanas antes, y desde su anuncio se palpaba en el ambiente el anhelo de confirmar como heredera y nueva figura de la lírica local a la soprano Lucía Tavira. Tocaba, por tanto, noche de confirmación. Tavira, de instrumento lírico en origen, compuso una Aida apasionada, expresiva, cantada de arriba abajo con holgura. Su voz sabe adquirir considerable volumen gracias a un empleo inteligente del vibrato como recurso para ensanchar la voz. Sus enfrentamientos con Amneris, una María Luis Corbacho de centro pastoso y agudo duro y tremolante, y una tendencia al parlato mayor de lo que desearíamos, fueron de alto voltaje. Resolvió mejor el Numi pietà que el solo en la escena del Nilo, donde el canto requiere un punto de mayor depuración y regulación que estamos seguros vendrán con el tiempo y el rodaje. En cualquier caso, triunfo indiscutible, reconocido en proporción por el público. El trío protagonista se completó con el tenor Eduardo Aladrén, Radamés de voz homogénea y gran proyección, algo pálido en el fraseo, que supo dibujar nítidamente la faceta militar y heroica del personaje por encima de su condición enamorada. Magnífico el barítono Javier Franco como Amonasro, con un canto matizado lleno de inflexiones e intención que dotó de un especial magnetismo a su personaje, y demasiado liviano para nuestro gusto el Ramfis del bajo Francisco Santiago, sobre todo al lado del resonante Rey de Alejandro López, de voz cavernosa e impresionante presencia escénica. Eficaz el Coro Ziryab, mejor las mujeres que los hombres, a quienes faltó un apoyo más firme en el grave. La Orquesta de Córdoba estuvo concentrada y firme, dando la respuesta habitual, excelente, cuando la dirige Domínguez-Nieto.
Mención aparte merece todo el apartado escénico que no cumplió las expectativas que se podían esperar para un evento tan señalado. La escenografía, adecuada en principio por su pequeñez al limitado escenario del Gran Teatro, fue parca en ideas y escasa en sugerencias con un vano intento de conseguir una combinación interesante entre realismo y abstracción —bastidores geométricos y columnas papiriformes—. La iluminación no lograba amplificar la sensación espacial, tan capital en ciertos pasajes de esta ópera, y en todo momento se tenía la incómoda impresión de acción constreñida a los límites del escenario. El poético minimalismo logrado al inicio de la Marcha triunfal, con el coro recortado frente a un ocre horizonte desértico, fue solo un espejismo de cómo podían haber sido las cosas si, inmediatamente a continuación, y sin venir a cuento, no se hubiera caído en el cuestionable detalle de proyectar sobre el fondo la efigie de un gigantesco Horus dorado (¡!) rompiendo la magia. Se escamoteó el ballet de la Marcha Triunfal, y la danza del templo del primer acto se resolvió con dos figurantes bailando algo que recordaba más a Sevilla en ferias que al reino del Nilo.
Mínima dirección de cantantes, a los que se dejó libertad de movimientos al estilo de esas funciones añejas que con tanta nostalgia rememora el tifoso y en las que nada se imponía al canto. Tampoco ayudó el vestuario, confuso en su contextualización histórica o erróneo en decisiones puntuales como el vestir a los pérfidos soldados etíopes con las mismas vestimentas del pueblo egipcio, generando instantes de confusión dramática. Una escena más cuidada, con intenciones más claras y una mayor unidad propositiva, hubiera terminado de redondear una velada que en lo musical alcanzó cotas muy disfrutables, insólitas si se piensa en la dificultad de la obra y la falta de rutina lírica en la ciudad. En ese sentido, y a pesar de los reparos señalados, los objetivos se cumplieron con creces.
C. Crespo García
(fotos: IMAE de Córdoba)