Chopin de cuerpo entero
La vida de los grandes músicos ha sufrido libros biográficos más o menos novelados, novelas propiamente dichas y filmes que normalmente consiguieron, con efectos estéticos muy variables, una suerte de romantización del romanticismo. El prototipo del artista atormentado, no del todo o nada comprendido por sus contemporáneos, protagonista de una angustia creadora sólo comparable con la de amar apasionadamente a sus seres amados, enfermo o enfermizo, apurado de dinero y etcétera, pero seguro de legar a la posteridad una obra inmarcesible y, en definitiva, gloriosa.
Al margen de este paradigma, los estudiosos menos noveleros y más ceñidos a la documentación han ido proponiendo otra alternativa, la de narrar la vida del artista como la de un ser humano comparable a los demás sin dejar de ser un creador distinto a ellos. Es la tarea emprendida por Kasimierz Wierzinski en su Vida de Chopin (traducción del polaco de Elzbieta Bortkiewicz, prólogo de Fernando Presa González, epílogo de Rafael Ortega Basagoiti, edición y notas de Javier Jiménez, Fórcola, Madrid, 2023, 619 páginas). La versión es de una limpieza idiomática y una fluidez de discurso muy encomiables, lo cual va unido a las informaciones sobre el autor (1894-1969), necesarias para el lector en español, de Presa González, los comentarios y añadidos de Ortega Basagoiti, bien acreditado crítico musical, y el contorno de la edición a cargo del propio editor.
Wierzinski se ha ceñido a la biografía estricta del individuo Chopin, es decir que no es su texto del orden musicológico ni histórico musical, aunque la tarea del pianista y compositor es detallada como parte de su trámite vital, según lo impuesto por esta labor biográfica. Se trata de una labor de acendrada búsqueda, una persecución en el sentido gráfico de la palabra, un seguimiento de una puntualidad exhaustiva por la deriva personal chopiniana. Quien dice lo anterior también dice deriva social e histórica. El autor ha investigado cada instante de la vida estudiada, sus lugares, sus fechas, los personajes genéricos y adyacentes, las circunstancias de lugar y fecha que correspondan, los paisajes, los objetos, el cuerpo y el alma de Chopin, es decir la enfermedad y el indumento, la temperatura y los temblores, las alegrías escuetas y las penas persistentes, los amores y aprendizajes, su fe omnipotente en el arte y sus vaivenes amatorios y eróticos. Cada personaje que aparece es asimismo biografiado, de modo que el libro se convierte en una población que, fatalmente, describe una época. La tarea se ve así, diríamos, selvática, entorno de la fauna dorada de creadores, bohemios, aristócratas, burgueses e intérpretes. Baste un dato para evaluar lo hecho por Wierzinski: la obra de George Sand, la maternal amada de Chopin, suma cien volúmenes.
El texto no es una mera rendición de cuentas, aunque también lo es. Hay un estudio psicológico del protagonista y, quizás algo más importante: el retrato del modelo romántico del artista: un hombre angustiado por la creación estética como un don y una misión, siempre acuciadas por la enfermedad y la muerte, el temor al fracaso, la diferencia esencial con la gente que lo rodea y la fraternidad de todos los humanos como destinatarios de su música. La angustia es la trascendente que un contemporáneo de Chopin, el danés Kierkegaard, atribuye a la defección ontológica de la especie humana. En Chopin, la música es una suerte de apuesta redentora, no un analgésico de aquella angustia sino una intervención salvífica. Así se tornan bellos el dolor, la espera, la esperanza, la desesperación y la agonía. De algún modo, el biógrafo obtiene de su relato no sólo la historia de un hombre como cualquiera a la vez que excepcional, sino asimismo la de los que sobrevivimos con su música y nos convertimos en invitados a una ceremonia de fraternidad.
Blas Matamoro