Celibidache y los silencios de Sibelius
Para apreciar el desenlace de la Quinta de Sibelius, es preciso contemplar el proceso en su extensión. Los últimos tres minutos, por lo menos. El largo crescendo orquestal (35’00”) sube como una lenta marea, ensancha progresivamente las sonoridades y desemboca en solemnes fanfarrias de los metales (37’16”). Cuando la orquesta está a punto de descargar toda su fuerza en un resolutorio estallido final, de repente la sinfonía se cierra con seis acordes breves y secos (37’43”). Pero el detalle más sobrecogedor y chocante es otro. Son los silencios que separan un acorde y otro. Silencios interminables, anchos, majestuosos.
Sibelius no llegó a estos silencios en primera instancia. La Quinta que conocemos y escuchamos es el fruto de una revisión realizada por el compositor cuatro años después del estreno (1915). Las diferencias son notables, y una de ellas afecta precisamente al final de la sinfonía. La primera versión aboga por una solución más obvia y ortodoxa: el crescendo final culmina con un cierre majestuoso en donde el espacio entre los acordes está rellenado por trémolos de cuerdas y timbales. No hay silencios. La versión definitiva con los silencios debió de parecerle al propio Sibelius tan atrevida que trató de suavizarla. En los últimos compases, la partitura introduce una ligera aceleración (un pochettino stretto), probablemente con el propósito de reducir la duración de los silencios y hacerlos más “tolerables” para el público y los músicos.
Los grandes intérpretes de Sibelius de los últimos cincuenta años tienden, en general, a no acelerar en los compases conclusivos. Nosotros escuchamos la Quinta no sólo con los oídos del compositor y de sus contemporáneos, sino también a la luz de la música que ha venido después. Nuestra relación con el silencio ha cambiado, y con ella nuestra actitud frente al final de la sinfonía. Entre los directores que no aceleran, podemos distinguir dos grupos: en uno está Sergiu Celibidache, y en el otro, todos los demás. De Celibidache se conservan cuatro grabaciones en directo de la Quinta: con la Orquesta de la RAI de Turín (1970), la Sinfónica de la Radio Sueca (1971), la Sinfónica de la Radio Danesa (1971) y la Filarmónica de Múnich (1992). Esta última es la más extrema por la lentitud de los tempi, típicos de la última etapa del director rumano.
Se me ocurren diversas explicaciones para los silencios finales de la Quinta, y la versión muniquesa de Celibidache me sugiere una. Si la Sinfonía nº 4 había supuesto el máximo acercamiento de Sibelius al modernismo, con pasajes que bordeaban el atonalismo, la Quinta representa en cierto modo la superación de esta fase, el regreso triunfal a la tonalidad y a un concepto más anclado en el romanticismo tardío. El “tema de los cisnes” encumbra el intervalo de quinta, apoyándose al mismo tiempo en terceras superpuestas; las fanfarrias de los compases finales afirman grandiosamente los intervalos de octava y quinta; los seis acordes conclusivos conforman una cadencia tonal en toda regla.
Cuatro años más tarde, al revisar la sinfonía, Sibelius contempla estos elementos con una mirada menos triunfalista. La Historia de la música va por otros derroteros y Sibelius tal vez se sienta ahora el superviviente de una época en declive, un epígono. Él sigue fiel a un lenguaje, la tonalidad, que los grandes compositores de su tiempo consideran como una opción obsoleta. Entonces, tiene una intuición. Mantiene los seis acordes al final de la Quinta, pero abre entre ellos unos abismos de silencio. Hace que se escuchen como islotes solitarios, separados por una distancia que debilita sus lazos recíprocos sin llegar a suprimirlos. La tonalidad permanece ahí, pero en forma de relicto: como un conjunto de elementos a la deriva, como una tabla de salvación a la que el músico se agarra en medio del naufragio mientras su embarcación se hace pedazos.
Abajo: Sibelius – Sinfonía nº 5. Dir.: Sergiu Celibidache (1992)
Abajo: Sibelius – Sinfonía nº 5 (versión original de 1915). Dir.: Osmo Vänskä
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