‘Capriccio’: ¡Qué sería sin la música!
Es cierto que Capriccio es una ‘opera de conversación’, que los personajes tratan la estética del teatro y, como extensión, el sentido de la obra de arte. Todo ello disfrazado apenas con una trama amorosa. No es que el amor endulce las tramas, es que les da consistencia. Es uno de los elementos de consistencia de una trama, como puede serlo el conflicto abierto y violento (no es el caso de Flamand y Olivier, aunque a ambos acaso les vaya la vida en ello), el asesinato y la pesquisa, la secuencia trágica hacia el destino (la muerte, claro). Capriccio carece de suspense, el final es previsible desde el principio. Paréntesis: atención a esa palabra (que no concepto) de previsible; lo usan algunos colegas míos (dramaturgos) para descalificar a los que prefieren el cómo al qué. Generalmente, los que no saben el cómo, porque no se estudia en los talleres, pese a las apariencias.
Capriccio es una obra del cómo, cómo se plantea y se culmina y se resuelve este tejido de instancias artísticas en el teatro: Flamand, el músico y compositor; Olivier, el poeta y dramaturgo, distinción que no era de recibo entonces; La Roche, el realizador escénico; Clairon, la gran actriz, personaje histórico; el Conde y la Condesa, los dos hermanos ilustrados, competentes, ricos, que sostienen el arte, incluso el de los artistas sirvientes, como los dos cantantes italianos, que se sitúan más cerca de los criados del octeto bufo que de los seis protagonistas con los que comparten el gran octeto con que culmina la obra (que, desde ese momento, incluido el espléndido monólogo de La Roche, prepara su cierre… más que su final).
Creo que Capriccio sí tiene trama, sí tiene argumento, pero no el que esperan los imprevisibles. Strauss consigue que sea intelectual a la francesa (se desarrolla cerca de París, homenajea a Francia cuando está ocupada por el III Reich en que vivía Strauss) y le otorga al mismo tiempo los sentimientos de la tradición operística más reciente, la de esa tendencia (que no escuela) que termina precisamente con Capriccio, la suya y la de sus colegas más jóvenes: Zemlinsky, Schreker, Korngold, incluso el rabioso Pfitzner. Los dos primeros ya han muerto. El último no ha conseguido que los nazis le quieran tanto como él hubiera deseado. El tercero trabaja como un esclavo en Hollywood, un esclavo bien pagado que organiza fiestas en casa, con whisky y piscina. En Alemania no tienen tiempo de bañarse demasiado, y el agua escasea, pese al clima. Todo escasea, todo se usa para matar gente, para qué si no.
Se ha escrito mucho sobre la trama y los detalles de Capriccio, de manera que corremos el peligro de que sea más un libreto que una ópera. Pero cuando vemos o bien oímos esta obra nos resulta claro que la música es lo más importante, pero que no tendría sentido sin el texto, y que el texto es necesario pero más pobre. Especialmente en la demasiado comentada escena final, cuando la condesa decide no decidir, cosa que había anunciado al principio: no es posible escoger entre palabra y música, entre Olivier y Flamand (la obra que preparan es el premio, la elección, el final que nunca veremos, la ópera en ciernes es trasunto de lograr la mano, el corazón de Madeleine). Claro que no puede decidir, eso es elemental. Lo que importa aquí es el tejido, la trama musical de canto y foso que define ese monólogo de la condesa, que es sublime, sí, pero que lo es por la música que lo define, no por el discurso obvio (lo obvio es muy distinto de lo previsible) del libreto, que podría conducir a juzgar esta obra con criterios como los llamados middle brow entre británicos, y que tanto le gustaban al Umberto Eco de Apocalípticos e integrados.
He leído en alguna parte que Strauss participa, con Puccini y con Massenet, de ese difícil maridaje entre el favor del público y la elevada calidad artística (y cito de memoria). Es conocido el estupor de Mahler ante el éxito de Salome: si es tan buena, cómo es que gusta tanto. Es en buena medida el caso de Capriccio, una ‘pieza de conversación’ en tono de alta comedia sin giros de acción ni puertas que esconden o armarios que se cierran. Podríamos decir que es sutil, pero no es ésa la cualidad de Capriccio. Plantea cuestiones literarias y teatrales entreveradas, y la ópera las resuelve con música que despliega más sutileza que el texto, pero sobre todo las resuelve con el procedimiento del dramaturgo musical consumado que era Strauss: lo penetrante, lo que te llega hondo y que nada tiene de facilón. En cambio, el libreto, que es muy bueno, roza a veces lo facilón. La música de Strauss lo resuelve, lo dignifica, lo redime: un avatar de la wagneriana redención por amor, podríamos decir si no nos lo toman demasiado en serio, aunque no es una broma.
La comedia es el género más difícil para el profesional de la escena y de la pluma; la comedia, no la farsa, lo bufo. El magisterio de Capriccio es el de una comedia que se tiñe de cierta gravedad, pero esa gravedad no viene de la charla de diálogo platónico (sin Platón, que fue el primer defensor de la persecución por motivos religiosos y políticos del que tenemos noticia, ese estaba en la Cancillería), sino de la melancolía del tiempo y la conciencia de que hemos vivido nuestro mejor momento. En consecuencia, lo que nos espera es peor. No lo peor, en principio tan solo peor.
Trataré de seguir, no sé.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Javier del Real)