‘Capriccio’ en el otoño del 42

Disculpen que uno le sigan dando vueltas a esta ópera, cuyo espléndido montaje hemos visto en el Teatro Real de Madrid.
A menudo se dice que tal o cual obra de un artista es su ‘testamento’. Abusamos de ese concepto, pero raras veces resulta tan adecuado y tan exacto hablar de testamento como cuando se repite que el de Strauss se encierra en tres obras suyas, Capriccio, Metamorfosis y los Cuatro últimos Lieder. En este caso no es un lugar común, sino una precisión compartida por muchos. El posible seguidismo sin criterio de unos no invalida su razón.
No es Capriccio la última ópera de Richard Strauss en ser llevada a la escena. No es su último estreno. Es sabido que Der Liebe der Danae hubiera tenido que estrenarse en el verano de 1944 en Salzburgo, y que tuvo lugar un ensayo general el 16 de agosto. Pero la guerra total y las secuelas del atentado contra Hitler del mes anterior condujeron a la suspensión de todos los festivales. Todos los recursos estaban destinados a esa guerra, ya perdida en esas fechas por mucho que la rendición no llegara hasta mayo del año siguiente.
Es cierto que el ensayo general de Der Liebe tuvo lugar en un momento inverosímil: la guerra estaba perdida desde hacía más o menos un año. Capriccio, en cambio, se estrenó a finales de octubre de 1942, en un momento crítico: cinco días después de desencadenarse la segunda batalla del Alamein; justo cuando está claro que no habría victoria en la batalla de Stalingrado; unos pocos días antes del desembarco aliado del norte de África, un desembarco accidentado y algo chapucero, pero que fue decisivo; en fin, durante las primeras series de bombardeos aliados a ciudades alemanas, que serán mucho más graves en el futuro inmediato. No hay que extrañarse de que ninguna personalidad del régimen estuviera presente durante las representaciones de Capriccio en Múnich, tenían los ojos puestos en África y en frente del este. Y, aunque todavía era casi desconocida, ya se había puesto en marcha la Operación final, que seguía adelante pese a la muerte de Heydrich, su impulsor. Matar tanta gente, destruir tanto, da mucho trabajo, no está uno para óperas, y menos tan exquisitas.
La situación era desesperada, pero no demasiado grave. No se quería saber que todo aquello era eso que los historiadores llaman el ‘momento de inflexión’ de la guerra. Y que conste que en el Pacífico las cosas iban por ahí también. Felizmente, al mismo tiempo que el III Reich se evadía de la realidad, anegado en la sangre de su pueblo y de otros pueblos, como rusos y judíos alemanes o extranjeros; al mismo tiempo, en fin, Strauss volvía a la realidad del arte y del teatro. La Wermacht se evadía de la realidad obedeciendo al Führer: matando rusos, violando rusas, matando judíos, violando judías, destruyendo ciudades, cubriéndose de gloria, esto es, de deshonra. Jugaban con enorme eficacia, nadie juega mejor que los alemanes. Strauss, en cambio, estaba en la realidad. ¿O es que esperaba alguien que se pudiera poner en escena en ese momento una Elektra judía vengándose de su mamá aria y su concubino vienés?
Podemos preguntarnos quién, entre el público de aquel Múnich de finales de octubre de 1942 estaba dispuesto para poner la distancia estética necesaria que le permitiera enfrentarse a una obra de arte como Capriccio. Ortega planteaba como contrarias las situaciones de ensimismamiento y de alteración. Europa y en especial Alemania estaban en un momento de pura alteración. Hasta el arrebato, el rapto. Un rapto de Alemania y de Europa muy distinto al que nos contaba don Luis Díez del Corral en aquel bello libro. El caso es que el conflicto que plantea Capriccio, si es que lo es; las palabras, la riqueza de sus sonidos, no eran propios de aquel mundo alterado del otoño del 42. Se dirigían a un mundo y un tiempo en que el ensimismamiento fuera posible.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Javier del Real)
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