CÁCERES / I Jornadas de Tecla Histórica: música extremada

Cáceres. Iglesia de Santiago. 4-XII-2021. Jacques Ogg, fortepiano. Obras de Seixas, Avondano, Nebra, Scarlatti, Albero y Soler. • Coria. Catedral de Santa María de la Asunción. 5-XII-2021. Corina Marti, clavicymbalum y organetto. Obras del Codex Faenza, el Buxheimer Orgelbuch, el Lochamer Liederbuch y el Glogauer Liederbuch. • Plasencia. Catedral Vieja. 6-XII-2021. Brett Leighton, clave. Obras de Buxtehude, Inglot, D’Anglebert, Schlee, Couperin, Jungwirth, Rameau, y Bach. • Trujillo. Iglesia de San Martín. 7-XII-2021. Andrés Cea Galán, órgano. Obras de Lacerna, Rodrigues Coelho, Pérez de Cabrera y anónimos.
Arranca un nuevo capítulo en la historia de la música antigua extremeña. ADIFerencia del tren que nunca quiere llegar, la tierra de los conquistadores ha recibido en los últimos tiempos no pocos impulsos a su panorama musical (los últimos y más potentes en Badajoz, como atestigua en esta misma revista el compañero Justo Romero), y la provincia de Cáceres parece que no quería quedarse sin su particular aportación. Cuatro conciertos da sonar con ogni sorte d’istromenti (a tastiera, eso sí) fueron los protagonistas de las I Jornadas de Tecla Histórica, en manos también, de toda suerte de músicos de aquí y allá.
La primera ocasión cacereña corrió a cargo de un tótem de la interpretación clavecinística que no necesita presentación alguna, y mucho menos en España. Jacques Ogg actuó de vanguardia inaugurando las jornadas y, como es costumbre en su dilatadísima carrera, acompañado de su propio instrumento. Tengo que decir que he escuchado, sea en directo o grabación, casi todo tipo de artilugio de tecla habido y por haber, pero el fortepiano obra de Trevor Beckerleg que acariciaba el músico de Maastricht me dejó con la oreja de punta. La mayoría de los fortepianos de nueva construcción suenan, si no iguales, muy parecidos. Y sin embargo el de Ogg posee una ambivalencia piano-clave (un verdadero ‘clave de martillos’, que dicen no pocos documentos) que te atrapa, y más todavía si el repertorio se adapta cual guante de cirujano. A esto sólo tengo que sumar un gobierno tan sabio, justo y excelente por parte del maestro holandés, como el que siempre deja desde que le escucho ya hace diez años. Me caben cero dudas de que Ogg controla al milímetro la música de nuestros compatriotas ilustrad’”), y que los disfruta tanto como el numeroso público. Las lecturas de Seixas, Scarlatti y Albero (maldita suerte la que tuvieron los demás dieciochistas de que el músico navarro durara un suspiro…) fueron extraordinarias, pero la lección de música española que nos dio el flamenco a través de las obras de Nebra y Soler, fue de papel, bolígrafo y atención granítica. Es difícil reponerse de un do menor de Nebra como aquel, y similar éxtasis teresiano inducía la sucesión de piezas del maestro de El Escorial, ingeniosamente hiladas vía preludios de la Llave de la Modulación. Lectio magistralis, profesor Ogg.
Setenta kilómetros al norte y veinticuatro horas después, la responsabilidad musical recaía en la eminente profesora basilensis Corina Marti. La clavecinista y organista israelí optó esta vez por armarse en pequeño para hacer música a lo grande. Un nuevo clavisímbalum, esta vez mecanizado por macillos y no por plectros, y un organetto, fueron espada y escudo seleccionados para defender todo tipo de suculentos bocados instrumentales rescatados de los más representativos códices y cancioneros europeos. Fue un concierto de contrastes, palpables en dos instrumentos mínimos flanqueados por los dos monumentales órganos de la catedral, en una sola intérprete luchando delante de un retablo inmenso y en una sonoridad sumamente delicada rebotando por las paredes de tamaño templo. La última dicotomía procedía de la contraposición de sonoridades entre ambas fuerzas instrumentales, entre las múltiples resonancias del clavisímbalum, y las altas voces del órgano portativo. Hay que decir que no se trataba de un repertorio diseñado para cualquier oído, y que el descontextualizado en música medieval encontrará monotonía y falta de dirección en la obra de los coloristas, pero la ejecución de Marti fue digna de aquellas palabras que Lope dedicaba en La Dorotea (“… pensaréis que anda una araña de cristal por las teclas”). Ella no parece interpretar la música sino más bien algún tipo de ejercicio propio de entomólogo: la música parece estar flotando alrededor (algo así solía decir Elgar también) y ella la pilla al vuelo, la acaricia y la vuelve a dejar escapar para que siga su curso. Y no por ello hay falta de intenciones, cada una de estas piezas virtuosas tiene algo de catártico, algo de alivio, o, al fin y al cabo, algo que te interesa revivir una y otra vez.
Un poco más al este y en un entorno tan fascinante como el de la Catedral de Plasencia (más concretamente en la parte mal y popularmente llamada “Vieja”), el tercer día de estas jornadas se saldó con un concierto a cargo de Brett Leighton. He de reconocer que esperaba con impaciencia la labor clavecinística de un prodigio al que tengo muy bien cercado en su labor como organista y pedagogo, pero al que nunca había tenido la oportunidad de escuchar ante un cordófono de tecla. El profesor Leighton elaboró un programa sumamente antológico en el que estaban presentes los grandes nombres de la literatura clavecinística, y agradecidamente, literatura de nueva creación. No menos ejemplar resultó su ejecución en el multicolor abanico de posibilidades que debía desplegar ante semejante repertorio. Del maestro de Linz siempre me ha pasmado su prodigiosa técnica (Buxtehude, Rameau y Bach opinan exactamente igual), pero escucharle diseccionar la variada selección de humores que van desde la introspección francesa hasta el expresionismo contemporáneo me pareció un espectáculo grandioso. Ni una sola de las danzas de D’Anglebert perdió ni una pizca de su entidad, de la misma manera que el esquizofrénico Bach de la Toccata en Mi menor resultó tan coherente como fresco (todavía me estoy recuperando de esa fuga final…). Creo que no me equivoco lo más mínimo cuando reclamo que un sensacional intérprete como este merece unas pocas oportunidades más en nuestro país (sobre todo ahora que su labor docente ha pasado a un segundo plano), aunque sólo sea por el salubre ejercicio de dejar de ver una y otra vez las mismas caras…
Finalmente, y ahora desplazándonos hacia el este, la cuarta y última de las sesiones cayó de pleno en un lugar tan emblemático como la Plaza Mayor de Trujillo. Presiden siempre imponentes esta plaza tanto la Iglesia de San Martín como el ecuestre monumento a Pizarro, dos iconos que fueron precisamente los que inspiraron a Andrés Cea en la construcción de su discurso organístico. Los que conocemos un poquito al maestro jerezano sabemos de su pasión por contar historias y parece ser que, inspirado por la cercana presencia del conquistador, había siete tientos y una batalla que manipular. Tengo que decir que tal inspiración no solo no cesó durante el concierto, o si quiera se mantuvo, sino que se hinchó, creció y estalló con todo lujo de detalles. Cea se encontraba inmerso en un programa que le apasionaba, y esa pasión a mí me llevó por delante a medida que le iba encontrando el sentido a las piezas del programa. El monumentalismo de Rodrigues Coelho me fascinó en una obra que parecía relacionarse de una manera u otra con cada tiento portugués habido y por haber, mientras Perez de Cabrera resolvía en una asombrosa colección de glosas que después de ir y venir terminaban en pregunta, al aire. Sin embargo, mi gran momento de éxtasis vino a continuación con lo que cayó del Livro de orgâo de Fr. Roque da Conceiçâo. En una progresión creciente desde la oscuridad del primer tono a la brillantez de una memorable batalla en sexto tono, Cea incluyó un acongojante (léase bien) tiento a dos tiples que resultó tan impresionante como fresco (por salir de cuando en cuando de las dinámicas Cabezón-Correa-Cabanilles). Y, por si fuera poco, una vez más Martín y Coll acudió al rescate para dar ese último golpe de efecto, en una obra de falsas entendida al más puro estilo madrigal y convertida en un alarde de expresión difícilmente creíble, teniendo en cuenta como tratan habitualmente los organistas al instrumento hispano por excelencia.
Tañedores múltiples, instrumentos varios, emplazamientos únicos, repertorios excelentes y patrocinadores con voluntad. La provincia de Cáceres ha demostrado tener todos los ingredientes necesarios para un excelente cóctel musical llamado a dignificar una tierra a menudo dejada de lado por aquellos que no habitan en ella. Queda ahora en manos de los allí presentes corresponder a algo que debe pertenecerles y cuidar con el simple ejercicio de responder. Así que como suelen concluir en los proemios… ¡sea!
Javier Serrano Godoy