Volviendo a otro Strauss
No me refiero a la abundante familia que, con este apellido, se ha inscrito en la historia de la música, sino al filósofo David Friedrich Strauss, muy leído y muy olvidado autor de La vida de Jesús (1835) y Vieja y nueva fe (1872). Este Strauss ofreció una versión del mundo moderno –para entendernos: segunda revolución industrial y gran expansión imperialista europea– como un orbe dominado por las ciencias aplicadas y su maraña de técnicas: altos hornos, abonos químicos, vacunas, crítica bíblica, periodismo, ferrocarril, correo, suma y sigue. El mundo straussiano había dejado de ser metafísico y se ha había tornado puramente físico. Nada era trascendente y todo, en cambio, inmanente a la materia tangible. Pelo más o menos, podríamos trasladar el cuadro a nuestra actualidad posmoderna.
Pero hay algún detalle que no cuadra. Si miramos las fechas de sus libros desde la historia musical, caemos en dos fechas muy señaladas: romanticismo y wagnerismo. Strauss, desde luego, cuestionó que ambos movimientos intentaran apoderarse del espacio abandonado por las religiones y tras el velatorio, que no entierro, de Dios. La música, para él, era simplemente el aceite que permitía el funcionamiento de los engranajes de la modernidad sin chirriar. Dicho sintéticamente: ahorrarnos ruidos por medio de los armoniosos sonidos de los intérpretes. En cuanto a los compositores, el duro filósofo se permitía definir a Haydn como un cocinero de honrosas sopas, y a Beethoven un confitero que pretendía considerar heroica su tercera sinfonía, que no pasaba de ser un relato de aventuras.
Releamos a Strauss. Acaso encontraremos en él, un retrato con matices caricaturescos del mundo actual. Podremos, una vez más, discutir si somos animales metafísicos o meramente físicos. Pero Haydn y Beethoven, cocineros del alma, siguen ahí, dándonos bálsamo para creer en ellos y en ellas, la música.