Un Wagner para tiempos de crisis
Parece un poco tonto decirlo así, como hacerle de menos al protagonista pero hay que reconocer que Wagner está de moda.
Empezando, en pleno desarrollo, concluyendo o reponiéndose hay Anillos por medio mundo, de Valencia a Berlín, de Milán a Londres, de Nueva York a París. Y a eso hay que añadir la vitalidad del resto de los títulos del alemán, los habituales pero también alguno de juventud como La prohibición de amar u otro tan malquerido como Rienzi, al que al fin acabaremos por encontrarle las vueltas.
En el caso del Anillo, la razón probablemente sea doble. De una parte las posibilidades escénicas abiertas por un montaje como el de La Fura dels Baus para el Palau de les Arts de Valencia han hecho pensar seguramente a los teatros que es perfectamente posible plantearse una Tetralogía para el primer tercio del siglo XXI –en el XX hubo dos, la de Wieland Wagner y la de Patrice Chéreau. De otra, que la obra no ha perdido se virtualidad, su capacidad para envolver a la audiencia en una trama que es a la vez cuento ilustrado y reflejo de la sociedad (todavía bien moderna) y sus contradicciones.
Este Wagner actor de sí mismo -como de él diría un Nietzsche despechado que, sin embargo, sí supo calar las trampas de Parsifal- resulta ser el constructor de una parábola que sigue viniendo a cuento entre otras cosas porque, como diría Rafael Sánchez Ferlosio, mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado y los dioses siguen siendo los mismos.
Sin necesidad de ese wagnerianismo a veces contraproducente que ha servido, a la vez, para conocer mejor y peor el objeto de sus desvelos, la creación del genio sajón –tan gran músico siempre como insufrible pensador en ocasiones- sigue ahí y es de suponer que quedará para los restos aunque no lo vean estos ojos que ha de comerse la tierra.