Ópera sin música
Bernard Shaw opinaba que el teatro a la moda de su tiempo (fines del siglo XIX) era una suerte de ópera sin música: tramas melodramáticas, monólogos de bravura, golpes de efecto, finales apoteósicos, eventualmente trucos escénicos para asustar a los incautos del paraíso.
Hoy, la enorme mayoría de aquel repertorio duerme en las bibliotecas y lo conocen apenas los historiadores del teatro. El tiempo parece dar la razón a Shaw, uno de los innovadores de la escena moderna. Sólo perviven ciertos dramones porque algunos compositores se han valido de ellos para producir felices partituras. En efecto ¿quién soportaría hoy los mamotretos de Sardou, Velasco, Scribe, Legouvé o Victor Hugo sin las músicas de Verdi, Puccini, Cilea o Giordano? Incluso vale la pena confrontar los originales literarios con los libretos de las respectivas óperas para ver que ha habido retoques económicos y hasta mejoras literarias. Puccini llevó a la peluquería la Tosca de Sardou para centrarla en su almendra dramática: la disputa entre Scarpia y Floria acerca del pintor Cavaradossi. Lo mismo podría decirse de la truculenta Gioconda de Ponchielli en relación con el Angelo de Victor Hugo, quien debió rendirse finalmente ante el genio verdiano, que tantas reticencias le causaba, escuchando el cuarteto de Rigoletto.
Estos fenómenos se dan cuando, por paradoja, desaparece el libretista especializado en óperas y los músicos empiezan a valerse de textos literarios. Pensemos, apenas, en las asociaciones de Hofmannsthal y Strauss o de Auden y Stravinski, o en la ocurrencia straussiana de poner corcheas a la Salomé de Oscar Wilde y etcétera. Aquí cabe razonar en sentido inverso: ciertos escritores imaginan sus textos como óperas sin música pero huyendo del efectismo y dando lugar al lirismo. Baste recordar ejemplos en castellano como los de Valle-Inclán, García Lorca y Casona, llevados a la escena operática en España y América.
Ya que cité a Auden, a quien debo las sugerencias de estas líneas, cierro con él. Propone considerar La importancia de llamarse Ernesto (o de ser formal o serio, según se prefiera) del mencionado Wilde como la única ópera sin música de la literatura inglesa. Un tema para especialistas que, musicalmente, me llama a silencio.