Música en el Lager
Es un lugar común saber que en el pueblo alemán la música ha ocupado por siglos y sigue ocupando un sitio de alto prestigio social. También sabemos la alta cota de barbarie que las tropas formales e informales de la Alemania naci, alcanzaron durante su régimen. Quizá menos tópico sea el encuentro de ambas cosas en uno de los tantos ejemplos de la ambigua condición humana.
Entre 1940 y 1942, en el gueto de Varsovia, los judíos practicaron intensamente la música, especialmente la que el nacismo les tenía prohibida por ser exclusiva de la raza aria. Conciertos instrumentales, pequeños coros, orquestas sinfónicas, funcionaron día tras día, desafiando la prohibición. A veces, algún que otro oficial alemán, de entre esos que luego destruirían el gueto y llevarían a sus sobrevivientes a los campos de exterminio, se presentaba en las salas de música, escuchaba con respetuosa atención, aplaudía y se marchaba. Algo de esto fantasea, por ejemplo, Curzio Malaparte en su novela Kaputt. Escenas similares aparecen en películas como La lista de Schindler de Steven Spielberg y El pianista de Roman Polanski. Sobre la relación entre prisioneros, carceleros y verdugos en los Lager del nacismo, ha escrito un cumplido estudio S. Gilbert (Music in the Holocaust, 2005).
En estos siniestros campos se hizo música, se compuso y se interpretó. Repetido es el episodio en que los unos y los otros compartían estas actividades, o que las guardianes escuchaban conmovidos los conciertos que improvisaban sus rehenes. Una vez terminado el acto, el vínculo se rompía bruscamente y reaparecía la escisión entre poderosos y sometidos. La música, parece evidente, lograba que emergiera en todos aquellos seres humanos lo que tenían en común, de indecible, sentimental, convivencial y erótico, si por eros entendemos el impulso a la unión de todas las partes dispersas del cosmos a fin de ponerlas en orden. La música es erótica porque une. Se canta al unísono en las calles y las plazas, en las fiestas nupciales y en las honras fúnebres. También se ejecutan marchas para disciplinar el paso de una tropa, de un conjunto humano destinado a destruir a otro conjunto humano. Una intensa carcajada suena a congoja. El gemido del orgasmo se confunde con el del dolor. Sólo hay una música igual a sí misma: el silencio.
Blas Matamoro