Gamberros, macarras y atorrantes en la música
Cuenta Francis Poulenc que, de muchacho, solía gastar el dinero que sus padres le daban para comprar los libros escolares en entradas de claque en los teatros de operetas y revistas. Allí aplaudía a Maurice Chevalier y a la Mistinguette. Y comenta que así aprendió a cultivar el coté mauvais garçon(gamberro, macarra, atorrante) de su música. Desde luego, sintetizado con toda su finura armónica y algún instante de vanguardismo. Seguramente, el compositor parisino conocía la poesía de François Villon, frecuentador de los arrabales del Medievo, alma gemela de nuestro Arcipreste de Hita.
Poulenc recoge una tradición de la música occidental, que consiste en escuchar los ecos de los márgenes y aún los bajos fondos de las ciudades, aldeas y burgos, y volverlos aceptables, por medio de la pertinentes máscaras, a la buena sociedad que puebla las salas de concierto y los teatros de ópera. Cantos de taberna, de estudiantinas goliárdicas, de bandidos generosos y de contrabandistas, han valido para alimentar muchas páginas de la memoria sonora en Europa y América.
El Papageno mozartiano repite coplillas de los charcuteros vieneses que resonaban en las tabernas de barrio. Pepus y Gay se valieron de refranes callejeros para hacer su Ópera del mendigo, siglos antes que Brecht y Weill ofrecieran su propia Ópera de tres céntimos. Boccherini y el padre Soler recogieron los fandangos de candil en los bailongos de la chulería madrileña. De ambientes navajeros o francamente prostibularios surgieron el flamenco, el jazz y el tango, luego inspiradores de músicos académicos de diverso color y estatura. Nada digamos de la “mala vida” que puebla tantas óperas del verismo italiano y francés, género que alguien, despectivamente, definió como “de grito y cuchillada”. Chueca y Valverde convirtieron en héroes de zarzuela a tres ladrones, las Tres Ratas.
Estas incursiones del arte por las zonas oscuras, prohibidas y orilleras de la vida social tiene, en la música, la peculiar ventaja de manejar signos que no son traducibles y, por lo mismo, que no pueden juzgarse como buenos ni malos, convenientes o dañinos. En efecto ¿qué de malvado tiene un fandango goyesco puramente sonoro? Con tales astucias, la música ha podido rescatar voces que, de otra manera, habrían desaparecido o estarían encajonadas en un archivo de criminalística. Con más amplias pretensiones podemos adjudicar al arte de los sonidos esa acuática calidad de meterse por todas las rendijas y ocupar todos los rincones de la condición humana, proclamando la omnipotencia de la imaginación que salva, a través de los siglos, la acción del grillete y la mordaza.