El viaje
Veinte años ha vivido Annie Proulx entre los humedales y praderas que rodeaban su casa de Saratoga. Cloud Bird era el nombre del rancho, que acaba de vender, y también el título de unas memorias en las que cuenta su experiencia en plena naturaleza. “Se llaman así porque el día en que me trasladé a Wyoming una enorme nube con forma de pájaro flotaba en el cielo…”. Tras el estreno en Madrid de la versión operística de Brokeback Mountain, la escritora estadounidense se prepara para iniciar una nueva vida en Seattle, una de las ciudades más avanzadas de la geografía norteamericana. “He disfrutado mucho del campo, pero ahora estoy ansiosa por explorar los paisajes urbanos. Voy a echar de menos los largos paseos en coche, y la música…”.
Vaya por delante que a la escritora de 78 años le gusta conducir. “No me puedo considerar una experta en ópera y música clásica, pues he vivido la mayor parte de mi vida en zonas rurales –cuenta, al teléfono, desde Nueva York–, pero he pasado muchas horas al volante…”. Por las inhóspitas carreteras del oeste americano, a través de las crudas llanuras que encierran las montañas del Big Horn, la cordillera de Owl Creek, las Colinas Negras y la Sierra Madre, la ganadora de un Pulitzer por The Shipping News tuvo tiempo de familiarizarse con la música de John Cage, Oliver Messiaen, Arvo Pärt, Henri Dutilluex, Zbigniew Preisner… Por los altavoces de su destartalado jeep Proulx escuchó por primera vez las obras de Charles Wuorinen, autor de la partitura de Brokeback Mountain. “Me emocionaron las maravillosas canciones de Fenton Songs y Haroun Songbook, basado en Harún y el mar de las historias de Shalman Rushdie”.
También Vadim Repin se ha propuesto reivindicar el viaje como catalizador musical. Y es que viene el violinista y embajador cultural de debutar como director artístico al frente de la primera edición del Festival Transiberiano, esto es, siguiendo los nueve mil kilómetros de railes del viejo tren transiberiano hasta llegar a Novosibirsk. Su objetivo no era otro que el de tender puentes culturales y terminar de situar en el mapa la tercera ciudad más poblada de Rusia. En este lejano bastión económico, bañado por las gélidas aguas del río Ob, nació Repin hace 42 años. “El recuerdo que siempre ha perdurado en mi memoria es el de una gran ciudad, capital del arte y de la ciencia, que ha hecho de la hospitalidad su bandera. Me atrevería a decir que la calidez de su gente es directamente proporcional a la intensidad del frío siberiano”.
Ha tirado el violinista ruso de agenda para que la primera edición del Festival Transiberiano de Novosibirsk fuera un éxito. Por diferentes escenarios de la región transiberiana desfilaron el maestro Valery Gergiev, la mezzosoprano Olga Borodina y dos pianistas incontestables como Nikolai Lugansky y Andrei Korobeinikov, entre otras figuras de la música clásica. Su amigo y director Kent Nagano fue el encargado de descorchar la programación el pasado 31 de marzo con un concierto en el flamante State Concert Hall, que abrió sus puertas en septiembre y donde sonaron la Sinfonía española de Lalo y la Sinfonía fantástica de Berlioz. El vídeo no lo grabé en el transiberiano, sino a mi vuelta en el también mítico Adirondack desde Montreal, donde Nagano me contaba que la lectura de Alicia en el país de las maravillas le ha ayudado a entender la Séptima de Mahler, a resolver camerísticamente los problemas estructurales de una partitura descomunal, en forma y fondo. “Resulta tan original y fantasiosa en su planteamiento tonal y temático que algunos musicólogos han encontrado similitudes entre la partitura y la historia de Carroll, que se inspiró en un viaje que hizo desde el Puente Folly, cerca de Oxford, hasta Godstow”.
Poco antes de embarcarme cincuenta días en un rompehielos de la Armada de Chile con destino a la Antártida (ahí un montaje casero de la proa del AP Viel más o menos a ritmo de la Sinfonía Antártica de Vaughan Williams), tuve tiempo de hablar con John Adams con motivo de la Carta Blanca que le dedicó la Orquesta y Coro Nacionales de España. En El ruido eterno, Alex Ross describe al compositor de Massachusetts como un clásico viviente que se ha ganado la posteridad. “Lo que pase con mi música cuando yo no esté no me preocupa, pero sí me ocupa”, asevera Adams. “Me paso el día revisando partituras antiguas y trabajando en nuevos proyectos”. Cuenta que compone en el sótano de su casa de Brushy Ridge, California, y cuando la ocasión lo merece se escapa a una cabaña perdida en el bosque, un refugio creativo a lo Walden de Thoreau que comparte con su mujer, la fotógrafa Deborah O’Grady. Pero más importante que el cómo y el dónde es el qué. ¿Anda Adams pergeñando su sexta ópera? “No puedo, no puedo hablar…”, recela antes de terminar reconociendo la existencia de un nuevo libreto. “Le diré que gira en torno a un hito histórico de la década de los sesenta… Un viaje”. ¿La conquista del espacio? ¿El primer viaje a la Luna? Silencio cageano. “Cada cosa a su tiempo y cada tiempo a su espacio”, concluye enigmático.