El sujeto y el objeto
Hace unos días, el pianista ruso Alexei Volodin nos puso en Madrid los pelos de punta incluso a los calvos haciendo sonar su instrumento como una mágica y potente caja de música en las transcripciones que Pletnev compuso sobre El cascanuecesde Tchaikovski, tras lo cual se convirtió en una vasta orquesta sinfónica para Petrushka de Stravinski. Antes había recorrido la Patética beethoveniana a una velocidad que traducía el patetismo demandado en una respiración ansiosa, escandida, de vez en cuando, con detenciones como de corredor de fondo que toma aliento.
Al salir encontré a una amiga que, poco convencida, me preguntó “¿Por qué corre tanto?” “Porque puede” le respondí. Debí ampliar: “Porque quiere, porque es su clave de lectura”. Ella insistió, esta vez comparando a Volodin con Arrau y Brendel. Entonces comprendí que sus preferencias iban hacia los llamados pianistas objetivos, que son una suerte de encarnación de la partitura, que emiten su discurso desde una posición distante. Proclaman:”Así se toca.”
Volodin, en cambio, pertenece a la tradición del pianismo eslavo, que retrata a un sujeto frente al teclado, subraya los contrastes y las dinámicas y se abalanza sobre el escuchante. Proclama: “Así toco yo.” Es la raza de los Horowitz, Sokoloff, Gilels, Richter.
¿Es una actitud mejor que la otra, se invalidan o se complementan? Me inclino por esto último. Una partitura es una muda hoja de papel con signos convencionales de melografía. Hay que convertirla en un fenómeno sonoro que se despliega en el tiempo. Quien lo hace lee un objeto pero es un sujeto: está vivo, tiene su cuerpo, su memoria, su sensibilidad, su cultura, su historia. Sin él no hay música. Lo que podríamos llamar, entonces, la música, es la suma de subjetividades que la interpretan a lo largo de los siglos. Ahí es nada.