El sonido del cosmos

No creo exagerar si afirmo que la más inesperada revelación que nos ha brindado el encierro del virus ha sido el asombro del silencio, su maravillosa presencia en un lugar que tenía prohibido. De pronto la ciudad estaba en silencio, las calles en silencio, las plazas y avenidas en silencio. Esa peculiaridad que sólo el campo en sus zonas más recónditas y agrestes posee, el inmenso silencio, había llegado a la ciudad como un viajero clandestino y había tendido sobre la población un manto colosal.
Ahora ya se ha ido, ha regresado a su lugar eterno, el cosmos. Gran nostalgia. Quienes vivimos la pasión de la música sabemos que el silencio es el verdadero sustento de nuestro placer, el arquitecto de la composición. Por eso amamos el silencio por sí mismo, la música del silencio. Los antiguos, con Pitágoras como fundador, atendían a la música de las esferas cuyo sonido era, evidentemente, mudo. No es nada supersticioso, cuando un músico lee la partitura que tiene en sus manos está oyendo la música del silencio. Así también el astrónomo mesopotámico que escrutaba el cielo en busca de La Osa.
El gran Malraux tituló el conjunto de sus libros sobre arte (para mí, la mayor contribución del siglo XX en ese ámbito) con la poética frase de Las voces del silencio. Se refería, es evidente, a las voces que nos hablan desde las pinturas y esculturas. La música del arte está en las obras de arte y son ellas las que cantan en nuestros oídos cuando las miramos adecuadamente.
Hay una inspirada canción de Simon & Garfunkel que se llama precisamente The Sound of Silence. Mi generación la conocía de memoria, pero casi nadie se interesó por conocer la letra. Es un poema enigmático. Comienza con una voz que pasea de noche por una ciudad. La oscuridad es, dice, “su vieja amiga” y quiere conversar con ella, pero sus palabras caen “como gotas de lluvia en un pozo”. Una multitud que mira “al Dios de neón” lee frases que aparecen en el luminoso: “Las palabras de los profetas/ están escritas en las paredes del metro/ y en los vestíbulos de las casas / y susurradas en los sonidos del silencio”.
No es fácil ponerse de acuerdo sobre el significado del poema, pero he aquí un silencio, muy distinto del de Malraux, en el que suenan palabras proféticas, un silencio cargado de signos mudos que hablan de nuestro destino, o lo cantan.
Tampoco es fácil averiguar cómo son los sonidos de la famosa composición de Cage 4:33 en cuyo silencio todos los espectadores oyen la música que desean. Lo académico es dar como contenido sonoro de la pieza lo que suena en la sala, una tos, el chirrido del asiento, unos pasos. Por eso, nuestro Téllez lo comparó con los vacíos que esculpía Oteiza. He aquí que esta pieza musical seguramente sonaba en las largas horas del confinamiento, cuando el silencio la eligió para su concierto.
Me gustaría creer que, si bien la música es el sonido del tiempo y que fuera de la música sólo hay un “ruido eterno” según Alex Ross, el silencio es el sonido del espacio. En ese espacio infinito que aterraba a Pascal, en ese espacio en el que giran los astros en sus inmensas órbitas, allí suena el silencio, la música del silencio.
Y por unos meses se ha venido a la ciudad a vivir con nosotros.