El encanto de la decadencia
Kurt Hilsebrandt, en Wagner und Nietzsche (1924) cita las siguientes palabras del segundo, que me atrevo a traducir y admitiendo que no puedo precisar otra fuente: “¿Dónde me duele cuando padezco por el destino de la música? Es porque la música ha quebrado en su carácter de esclarecedora y afirmadora del mundo, porque es música decadente y ya no la flauta de Dyonisos.”
¿Está haciendo Nietzsche un juicio a favor de lo dionisíaco y, acaso, considerando que la música ha decaído adoptando la postura apolínea? Dicho de otra manera: la música está en decadencia porque ha renunciado al estremecimiento del trance y optado por la lúcida distancia de la razón y la medida. Bajando de la abstracción a la vida concreta de los músicos: porque no sigue la línea del estremecimiento español y africano del francés Bizet y sí, en cambio, la del prudente y macizo señor Brahms, ciudadano de Hamburgo residente en Viena.
Esta sería la lectura lamentosa de lo escrito por Nietzsche. Teníamos a Dyonisos y lo hemos suplantado por Apolo, volviendo a las minucias, coqueterías y morisquetas de eunuco del siglo XVIII. Pero hay otra lectura, que se vuelve más nietzscheana y la contradice, muy en la línea de un pensador que pensaba para contradecir su propio pensamiento. En efecto, Nietzsche, wagneriano fervoroso que se volvió fervoroso wagnerófobo, sostuvo asimismo la capacidad creadora de toda decadencia. En efecto, decaer es caer desde cierta altura y, si la caída es suficientemente poderosa, hundirse. Hundirse en las profundidades donde todo se sustenta y nace, donde todo es virtualidad y renacimiento, las oscuras honduras telúricas donde la planta vivaz y tierna tiene sus raíces y por ellas se alimenta. Esta duplicidad nietzscheana, acaso, explique su duplicidad ante Wagner como también, sin decirlo, ante Brahms. Suma y sigue.