El cuarto de Tchaikovsky
No se entiende la música de Tchaikovsky sin las tribulaciones sentimentales que siguen convocando a sus biógrafos en la casa de su infancia, en Vótkinsk, para tratar de despejar algunas incógnitas. Claro que el “cuarto” que da título a este post no hace referencia a la niñez del compositor ruso sino a un acontecimiento mucho más reciente, aunque igualmente enigmático. Me refiero al fallo de la XV International Tchaikovsky Competition que concedía hace un par de días el cuarto puesto al violonchelista Pablo Ferrández.
No se trata de cuestionar aquí el veredicto del jurado, cuyos criterios con frecuencia escapan a la sensibilidad de los mortales o son cautivos de la suerte de algún antiguo alumno, sino más bien de reivindicar la magnitud de una hazaña que habría merecido más titulares en los periódicos. No sólo porque a sus 24 años Pablo Ferrández se haya convertido en el primer español en alcanzar una final en las casi seis décadas de historia de estas olimpiadas de la música clásica. Sobre todo porque su paso por la competición ha sido un ejemplo de valentía.
Eligió para su última intervención en el Grand Hall de la Philharmonia de San Petersburgo el Concierto para violonchelo de Dvorák por razones más emotivas que tácticas. Fue la obra que cambió el destino de su padre, quien al escuchar la conmovedora versión de Pau Casals renunció a sus aspiraciones como científico para hacer carrera con el violonchelo. “Con el tiempo he aprendido a no ser supersticioso y a no buscar señales del destino”, me contaba Pablo Ferrández en esta entrevista para EL MUNDO. “Pero no ha sido fácil: me llamo Pablo por Pau Casals y nací el mismo día en que se estrenó, cien años atrás, el Concierto de Dvorák”.
Quienes tuvieron ocasión de ver la retransmisión en directo del concierto (vía medici.tv) coincidirán en que el “cuarto del Tchaikovsky” se le queda pequeño a Pablo Ferrández. Que no dudó en arriesgar en la recta final, anteponiendo su personalidad y renunciando a los filtros interpretativos con que se suele seducir a los miembros del jurado. Su versión del Concierto podría parecer un acto de rebeldía si no fuera porque redunda en los rigores de la disciplina. “Un solista ha de ser, por definición, diferente a los demás. Tiene que atreverse a ir más allá de la partitura”.
Aunque no haya conseguido la medalla de oro, su irrupción en el ‘top 6’ de la competición sólo podrá traer cosas buenas. La prueba la encontramos en la primera fila del jurado. No hay que olvidar que Mischa Maisky, en la final de 1966, tuvo que conformarse con la sexta plaza, la misma posición que ocupó Truls Mørk en 1982, y así podríamos seguir enumerando los nombres de grandes intérpretes (no sólo violonchelistas) cuya trayectoria no se compadece del todo con su posición en el ránking de la Tchaikovsky Competition.
Tras la gala de clausura, celebrada el pasado 2 de julio en Moscú, me contaba el violonchelista madrileño que el mejor premio a tantas horas de ensayo y conversaciones con Lord Aylesford, su Stradivari de 1696, le había llegado en forma de correo electrónico. El remitente era nada menos que Gidon Kremer. Le urgía al violinista letón ensalzar la profundidad de su Dvorák y felicitarle precisamente por no haber ganado el concurso. “Me dijo que lo que me garantizaría una carrera de éxito no era el premio sino el coraje de haberme plantado ante tanta gente para mostrarme tal como soy”.
(*) En la página de MediciTV se puede ver el vídeo de la final.