¿De quién es la música?
Circula desde hace algunos años el rumor de que la partitura de L’Arianna, segunda ópera que escribiera Claudio Monteverdi, no está extraviada como siempre se ha creído, sino que se halla en la colección privada de un millonario japonés que no accede a enseñársela a nadie, pues disfruta con el privilegio de ser la única persona de este mundo que puede contemplar dicha partitura. Hay quien, además, da datos de cómo llegó L’Arianna al millonetis nipón: se la vendieron los herederos de una aristócrata veneciana que la guardaba celosamente bajo el colchón de su cama. Y hay quien, incluso, adorna la historia diciendo que un famoso personaje de la música antigua asegura que llegó a ver la partitura en el palacio de la aristócrata antes de que esta falleciera.
Cuesta trabajo tragarse esta historia, aunque solo sea por el hecho de que a alguien que invierte una fortuna en comprar un tesoro musical único se le suponen unas ciertas inquietudes musicales: sería muy extraño que, a estas alturas, no hubiera llamado ya a un puñado de cantantes e instrumentistas para que interpretar L’Arianna para él solito en su mansión. Pero hay otras historias, bastante más prosaicas, que tienen que ver con esto y que son mucho más creíbles. Aquí los tesoros no se esconden bajo colchones, sino en archivos de bibliotecas (generalmente privadas) o de catedrales e iglesias. Aquí no hay ningún millonario japonés desalmado que no permite a nadie ver partituras de las que no existen copias en ningún sitio, sino archiveros insensibles que se consideran dueños exclusivos de las mismas y que cierran los archivos a cal y canto.
Con frecuencia escucho las quejas de musicólogos a los que no se les permite acceder a determinados archivos para rastrear tesoros ocultos. Por supuesto que el musicólogo se lucra cuando encuentra una obra desconocida. Y por supuesto que se lucran también los músicos que luego la tocan. Pero el que más se beneficia cada vez que se produce el hallazgo de una partitura desconocida es el melómano y, por ende, la propia Cultura.
Viene todo esto a cuento porque hace bien poco un brillante músico español me comentaba que existe la fundada sospecha de que en el archivo de una de las catedrales españolas más importantes (desde luego, la más importante en cuanto a fondos musicales) podría estar una ignota sinfonía de Franz Joseph Haydn. Pero no hay manera de comprobarlo, porque el archivero (cura, para más señas) no permite que nadie investigue en ‘su’ archivo.
Recuperar patrimonio musical depende, en gran medida, de la buena voluntad del archivero de turno. En España (donde la buena voluntad de los archiveros se administra a cuentagotas) y fuera de España. Hasta hace bien poco, bucear en los archivos de la Catedral de Guatemala era una odisea. Otro músico español halló, años atrás, un puñado de cantatas perdidas de José de Nebra y, para copiarlas, tuvo que recurrir a algo tan anacrónico como el lápiz y el papel, pues el archivero guatemalteco (también cura) no le dejaba fotografiarlas (de fotocopiarlas o escanearlas, ni hablamos ya). Hoy, el nuevo archivero de la Catedral de Guatemala —también cura, pero mucho más joven— ofrece todo tipo de facilidades para visitar el archivo que custodia y allí se están encontrando auténticos tesoros de música barroca española de cuya existencia ni siquiera se tenían noticias.
¿De quién es la música? ¿Del archivero que guarda desconfiado las partituras en una catedral o en la biblioteca de un palacio? ¿Del musicólogo exhumador? ¿Del músico que convierte en sonido lo que está plasmado en un papel? ¿De millonarios japoneses? ¿O de la humanidad? Resulta evidente que una catedral, dependiente de un obispado, es una institución privada. Y resulta igualmente evidente que, por encima del archivero, hay autoridades eclesiásticas, algunas de las cuales deberían tener la suficiente sensibilidad cultural como para reconvenir a archiveros suspicaces. Pero digo yo que por encima de todos ellos está algo llamado “bien común”. Y es ahí donde deberían intervenir las autoridades políticas —a veces, tan insensibles como esos archiveros suspicaces—, aunque solo sea porque los fondos económicos que la Iglesia Católica española recibe del Estado tendrían que servir para algo más que el mantenimiento del culto religioso.
La falta de celo que nuestras autoridades políticas muestran cuando se trata de la música clásica no se da, afortunadamente, en otros ámbitos. Recientemente los medios de comunicación daban cuenta de que Ministerio de Cultura no autoriza a los herederos de Joaquín Sorolla a vender un cuadro de este en el extranjero por cinco millones de euros. ¿No podría el Ministerio de Cultura disuadir a la Conferencia Episcopal para que los archivos de catedrales e iglesias puedan ser visitados sin trabas por musicólogos y músicos debidamente acreditados?
En este país aún llamado España no parece haber nunca un término medio: nos topamos con curas trabucaires que se consideran dueños de los archivos que custodian o nos encontramos con curas despistados que dejan olvidado sobre una mesa el Codex Calixtinuspara que lo pueda hurtar sin problemas el primer electricista que pase por allí.