Cortázar y la música
Hay un texto de Cortázar que tal vez sintetice su fuerte vínculo con el arte sonoro, su narración El perseguidor, cuyo protagonista es un músico de jazz. A menudo se ha querido ver en él a Charlie Parker, el saxofonista norteamericano. No soy partidario de buscar referencias biográficas en seres ficticios, aunque sean explícitas, porque la ficción todo lo ficcionaliza. Más bien subrayo el hecho de que el relato citado es la historia de un músico contada por un escritor.
La letra no puede dar cuenta de la música porque los signos de ésta carecen de semántica, son significantes inseparables del significado y viceversa, o sea emblemas, símbolos. Están ahí, lo dicen todo a precio de no exigirles explicitarse. Así el músico de Cortázar dice haber tocado mañana, en un tiempo no lineal, acaso un coágulo alucinado del tiempo o esa forma misteriosa de lo temporal que es la música según la lúcida fórmula de otro ilustre sordo, Jorge Luis Borges. Más aún: haberse asomado al desolado mundo de la muerte y vuelto de él con una música. Eternidad y mortalidad son las claves —nunca mejor dicho: claves musicales— de lo inefable. Por eso el hombre ha inventado la música, porque se sabe mortal y se quiere eterno.
Nunca oiremos la música de Johnny Carter. Tampoco la de Vinteuil a la que se refiere Proust ni la de Leverkühn a la que se refiere Thomas Mann. En sus obras caben todas las músicas del mundo, las que seamos capaces de imaginar y sentir aunque no seamos capaces de componer.