Con sello propio
Me decía Rolando Villazón que los géneros musicales sólo sirven para ordenar los discos en las estanterías. Era una frase oportunamente premeditada y un intento por resarcirse de la promiscuidad discográfica en un momento en el que arreciaban las voces críticas a cuenta de la temeridad de sus crossovers. Alegaba entonces Villazón, en sus idas y venidas de México, que la música es un torrente de generoso caudal y que lo interesante de los ríos no es cruzarlos sino navegarlos.
Sobre esta misma idea dilucida y reflexiona sabiamente Pablo Sanz en el dossier del último número de SCHERZO (Jazz y música clásica: la diferencia que une), que abunda precisamente en los parecidos de dos géneros condenados a observarse en la distancia. Y nos recuerda que en los años cincuenta un tal Gunther Schuller acuñó el third stream, una “tercera corriente” de aproximación estética (imantada desde sus extremos por Miles David y Gil Evans) con el único propósito de reivindicar un mismo espíritu y unos orígenes comunes.
Algo que pudimos comprobar desde la seguridad de nuestras butacas los que acudimos el pasado miércoles al concierto del director Andreas Prittwitz y su conjunto de zambra barroca en la Sala de Cámara del Auditorio. La cita formaba parte de la temporada del CNDM, dentro del ciclo Fronteras. Título muy oportuno en tanto a objetivo a derribar por los intérpretes convocados (Jordi Savall, Euskal Barrokensemble, Silvia Pérez Cruz…), cuyo mapamundi musical se asemeja más a una pangea primigenia de infinitas influencias y sensibilidades que a un territorio propiamente dicho.
Sólo así se explica que una formación barroca, que cuenta entre sus filas con un contratenor, fuera capaz de invocar la exuberancia libertina del jazz de la mano de una cantaora y de un guitarrista flamenco. En algún momento lo que empezó como una fiesta gitana derivó en una jam session atemporal y transgresora. Como un jarro de agua fría (que alcanzó su clímax en el Lamentopurcelliano) o un soplo de aire renovado: el que insuflaba Prittwitz a una flauta tamerlana, a un clarinete rapsódico o a un saxo que le servía para improvisar de espaldas al público, como un Miles Davis venido de otro tiempo, cargado de otra música.
El proyecto (del que fue ideólogo Javier Krahe en sus orígenes) lleva por título Lookingback, esto es, “mirando atrás”. Pero no en el sentido nostálgico y purista de los especialistas en las esencias del repertorio antiguo, sino a la manera en que un retrovisor nos permite seguir avanzando. Que es gerundio y condición indispensable de toda vocación artística. Coinciden Villazón y Sanz a la hora de atribuir a los géneros musicales un mismo empeño discográfico. El repertorio fronterizo de Lookingback no ha sido llevado al disco, todavía, pero su sello se antoja tan inconfundible como necesario.