BILBAO / BOS: una vida centenaria, un Mahler memorable
Bilbao. Palacio Euskalduna. 10-III-2022. Miren Urbieta-Vega, soprano. Isabelle Druet, mezzosoprano. Sociedad Coral de Bilbao. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Director: Leonard Slatkin. Obras de Ravel y Mahler.
El Euskalduna ofrecía una magnífica entrada para recibir a la Sinfónica de Bilbao en el centenario de su primer concierto, ofrecido en el Teatro Arriaga el 8 de marzo de 1922, cuando en la ciudad ya existían la Sociedad Coral (1886), la Sociedad Filarmónica (1896) y el Conservatorio (1920). Muchas cosas han pasado desde entonces y la orquesta ha convivido con todas ellas sin dejar de mirar al norte, sin dejarse mutilar ni siquiera cuando venían mal dadas, en todos esos momentos en los que su supervivencia se veía amenazada. Ese pasado confiere a la BOS una dimensión adicional a la que poseen otras orquestas de su entorno, pero no es un conjunto que viva de las rentas sino que se renueva como la nieve del monte, abriendo sus puertas a músicos cada vez más jóvenes, versátiles y preparados para todos los retos posibles.
El del centenario era uno de los mayores por la responsabilidad que imponía la ocasión y por la grandeza de la Segunda de Mahler, una obra total sobre la vida, la muerte y la línea que separa a ambas, una confesión tan personal que uno se siente inevitablemente sumergido, no sin cierto rubor, en la esfera más íntima del compositor. Faltó a la cita el titular de la orquesta, un Nielsen que suele eludir los focos y toda la pompa, pero Leonard Slatkin garantizaba la sabiduría adquirida en todas las horas de vuelo de su larga carrera. Antes de que empezara Mahler desfilaron los discursos y se guardó un minuto de silencio por el pueblo ucraniano que dio paso al Kaddish de Ravel, la segunda de sus Mélodies hébraïques, una plegaria a los muertos que en ese ambiente adquirió un tono misteriosamente profundo a través de la delicada orquesta y el canto de Isabelle Druet, conmovedor más allá de las notas y de las palabras.
Frente a ese Ravel, la marcha fúnebre que abre la gigantesca sinfonía de Mahler pareció desmesurada, como sacudida por un viento de violenta pasión, pero Slatkin encauzó sus temas con tal fluidez que la música parecía hilarse a sí misma, recreándose en los momentos líricos como anticipo de lo que habría de pasar en el Andante moderato. El timbal abrió atronadoramente el Scherzo, y el movimiento entero mantuvo su atmósfera inquietante, como correspondía a la conversión del mundo en un “barullo fantasmal”, de igual manera que para el cuarto, Urlicht, la orquesta transitó de lo sólido a lo etéreo junto una Druet tan metida en el lied como antes lo había estado en la mélodie de Ravel. En el Finale Slatkin no se guardó nada, fue auténtico y crudo por momentos, y su gesto era tan variado como lo que contaba, llevando a la orquesta a ponerse incondicionalmente a su favor, y no solo a ella: Miren Urbieta-Vega cantó con gran musicalidad, la Coral (fiel camarada de la BOS desde sus primeros tiempos) tuvo una preciosa entrada en pianissimo, casi inaudible, y el órgano sonó grandioso en el torrencial cierre de la sinfonía, de ese final que es al mismo tiempo principio de algo nuevo y desconocido: la vida continúa su curso.
Asier Vallejo Ugarte