Berganza, garbo y finura
Teresa Berganza nació, si damos como buena la fecha que habitualmente se maneja, el 16 de marzo de 1935. Hay, sin embargo, fuentes que consignan el año anterior, 1934. Sea como sea, estamos ante una figura que siempre conviene glosar, y más ahora que acaba de dejarnos. Sirvió con auténtico apasionamiento el canto más riguroso; el destilado a través de siglos de tradición. Y que, de alguna manera, introdujo en ella, tierna jovencita, allá por el comienzo de los años cincuenta, la profesora Lola Rodríguez de Aragón
Siempre se ha discutido acerca de su registro vocal: ¿soprano o mezzosoprano? No cabe duda de que Berganza poseía un timbre más bien claro, de corte lírico, aunque en un instrumento si bien no voluminoso, sí dotado de cierta anchura y muy extenso. Se encontraba bien en esas zonas medias que abundan en la escritura de algunos papeles mozartianos y rossinianos. Y lograba, gracias a un inteligente enmascaramiento, sonoridades áureas, singularmente tersas y cálidas, que iban muy bien a músicas del XVII, XVIII y principios del XIX; siempre en lo que podríamos considerar repertorio lírico, fuera de soprano o de mezzo.
De siempre han sido maravillosas sus prestaciones en algunas partes rossinianas, aquéllas en las que asimismo había destacado una ilustre antecesora española, Conchita Supervía, de instrumento igualmente lírico y fácil, pero acompañado de un metal más penetrante, de un vibrato mucho más ostensible y de una expresión más desgarrada. Eran papeles destinados a voces de contralto-coloratura –voz hoy inexistente-, como Rosina, Isabella o Angelina, que terminaron por ser heredadas, tras el inmerecido reinado en algunos casos de las sopranos ligeras, por las mezzos líricas agudas coloratura o de agilidad, como es nuestra cantante.
La elegancia y precisión de las fioriture de la madrileña eran excepcionales, lo que la ayudaba a encarnar ciertos travestidos famosos: Ruggero de Alcina de Haendel, Cherubino y Sesto de Mozart, a los que otorgaba una frescura, una emoción y una efusión sin iguales. Recordamos vivamente su aparición en el pequeño seductor de Bodas de Fígaro en aquella histórica representación en el Teatro de la Zarzuela de Madrid de la primavera de 1964. Años más tarde la volvimos a ver en la misma parte en Salzburgo a las órdenes de Von Karajan.
Pero Berganza no se circunscribiría solamente a esos repertorios. Desembarcaba con frecuencia en propuestas artísticas más modernas, y a veces arriesgadas. Como la de Carmen, que debutó en Glyndebourne en los setenta con Abbado. Siguiendo en cierto modo el trazo de Victoria de los Ángeles, pero poniendo mucho de su cosecha, la cantante eliminó todo resto de superficial sensualidad, de desgarramiento facilón y buceó en la psicología; con resultados sin duda discutibles, pero sorprendentes por la novedad y la limpieza.
La zarzuela, en la que participó activamente en su granada juventud en los estudios de grabación con magníficos logros, y la canción fueron territorios en los que penetró con descaro y decisión. En este último campo dio auténticas lecciones de bien decir y demostró cómo se puede expresar con finura lo más abiertamente popular. Sus registros con su primer marido, Félix Lavilla, como acompañante, son inolvidables. Se entregó en menor medida al mundo del lied, aunque en él consiguiera alguna que otra muy interesante aportación; como su versión de Amor y vida de mujer, ciclo schumanniano que interpretó en Madrid al comienzo de una carrera que enseguida tendría memorable continuación con su Dorabella de Aix-en-Provence de 1957.
Entre sus grabaciones hay que mencionar en primer lugar sus registros mozartianos: Bodas de Fígaro (EMI, 1976), Don Giovanni (Sony, 1979), Clemenza di Tito (Decca, 1967), Così fan tutte (Decca, 1973-4). En este campo es excepcional el recital Decca, que recoge grabaciones de 1962, 1967, 1974 y 1985. Lo es también el dedicado a Rossini en el mismo sello, con registros más o menos coetáneos. Rossinis sensacionales: Barbero (DG, 1971), Cenerentola (DG, 1971) e Italiana en Argel (Decca, 1963).
También: Alcina de Haendel (Decca, 1962), Don Quijote de Massenet (EMI, 1992), con la voz un tanto pálida, y La Périchole de Offenbach (EMI, 1981). Y dos partituras muy conectadas entre sí: el Stabat Mater de Pergolese (Archiv, 1966) y Pulcinella, en la que Stravinski recreó músicas de aquél (DG, 1978). En el campo de la canción, además de lo grabado con Lavilla, señalemos un álbum de dos discos de DG, en el que se recopilan varios siglos de canción española, con piano y con guitarra, entre ellas las 7 Populares de Falla (DG, 1974-76).
Arturo Reverter
[Foto superior: Javier Delclaux para BBVA]