Beethoven: un retrato vienés
Al finalizar la reciente presentación en la Residencia de Estudiantes de Beethoven. Un retrato vienés, quedó suspendida en el ambiente la pregunta que alguien dejó abierta al cierre del coloquio: ¿Beethoven hubiera sido el mismo en otra ciudad que no fuera Viena? No es fácil la respuesta a este tan recurrido “what if…?”; un creador de dimensiones prometeicas en feroz lucha contra circunstancias adversas de toda índole, como lo fue Beethoven, hubiera posiblemente conseguido expandir el legado de los grandes maestros del clasicismo desde algún otro centro musical del Sacro Imperio (difícilmente, quizá, desde París, Londres o Italia). Pero al término de la lectura del libro que comentamos se hace difícil responder al interrogante de otra manera que no sea negativa; sólo la Viena ilustrada de la última década del siglo XVIII podría ser el destino final de aquel joven pianista renano, de tez morena y baja estatura, imbuido de los ideales de la Aufklärung, que a sus 22 años partió hacia la capital danubiana para abrirse paso como intérprete y compositor. La identificación de Beethoven con Viena es superior a la del propio Mozart, llegado a ella con una personalidad ya precozmente cuajada y una obra de envergadura para recorrer la postrera década de su vida.
Resultaba difícil distinguirse a estas alturas con un texto que aportara una mirada original sobre la persona y la obra de Beethoven; la biografía de Jan Swafford, publicada hace poco más de dos años en la soberbia traducción de Juan Lucas, parecía haber apurado de nuevo el material. El propio Arturo Reverter ya había, años atrás, prologado ampliamente la edición española del Beethoven de Marion C. Scott (1985), y en los 90 ofrecido una primera monografía –Beethoven. Discografía. Obra comentada– en la colección de Guías Scherzo-Península. La novedad del presente libro, surgido a iniciativa de la editorial valenciana Tirant Humanidades, y fruto de la conjunción de esfuerzos de Reverter y la historiadora canadiense Victoria Stapells, sevillana de adopción, conferenciante y crítica musical en revistas anglosajonas, radica precisamente en enfocar la figura de Beethoven desde la óptica de su relación con la ciudad en la que transcurrieron las cuatro últimas décadas de su vida, en la que ocupó no menos de setenta domicilios diferentes y cuyos deliciosos alrededores campestres sirvieron de marco de inspiración a un sinnúmero de sus más grandes creaciones. Un doble retrato, pues, el ofrecido por los autores: el del sordo genial (con permiso de Swafford, poco partidario de usar el calificativo) y el de la ciudad que supo apreciar sus múltiples talentos, le brindó protección y le elevó a la gloria; una Viena retratada en un caleidoscópico y pormenorizado relato en el que pocos aspectos, si alguno, quedan por indagar.
No nos hallamos, pues, ante una biografía tradicional que narre los pasos del biografiado desde la pila bautismal hasta su sepelio en un detallado itinerario cronológico, sino de un retrato en el que a través de una sucinta y enjundiosa introducción y catorce capítulos, organizado cada uno de ellos en torno a una obra o grupo de obras afines, se recorren todas las etapas de la trayectoria de Beethoven en Viena de 1792 a 1827.
La elección de las obras planteaba a los autores el imaginable embarras du choix, del que lo menos que puede decirse es que han salido muy airosos, bien –en la mayoría de los casos– por tratarse de títulos imprescindibles, bien –en otros– por su carácter emblemático de una época o estilo (Septimino), o representativo –el ciclo An die ferne Geliebte– de un género quizá no tan esencial en su catálogo, pero que redondea la lista de los frecuentados por Beethoven. A veces es un instrumento el que acomuna en el mismo capítulo dos piezas de género diverso –el violín para la Kreutzer y el Concierto–, y en otras ocasiones se juega hábilmente, para dar continuidad al relato, con la fecha del estreno en vez de la de composición: el Trío Archiduque, compuesto en 1811 pero no estrenado hasta 1814, sirve de gozne en torno al cual gira una brillante evocación del Congreso de Viena, época de máximo reconocimiento público pero en la que la creatividad de Beethoven parecía hallarse momentáneamente agotada: sólo la versión definitiva de Fidelio u obras de gran éxito popular pero discutible valía artística como La victoria de Wellington surgieron de su pluma, al lado de un magro puñado de obras de carácter muy experimental como las dos últimas sonatas para violonchelo op. 102 o la Sonata para piano op. 90, piezas aforísticas que exploran una vía pronto abandonada que algunos califican de “romántica”, pero cuyas semillas germinarán en las creaciones finales.
Así pues, ante nuestros ojos lectores y nuestros oídos atentos desfila, además de las obras ya mencionadas, lo mejor del corpus compositivo beethoveniano: las sinfonías Heroica, Quinta y Pastoral, el Concierto Emperador, las sonatas Hammerklavier y Opus 111 –con obligada referencia a las Variaciones Diabelli–, los tres cuartetos Razumovsky y los cinco finales con la Gran Fuga –con morosa detención en el profético Opus 131–; y, por supuesto, una exhaustiva inmersión en Fidelio, la Missa Solemnis y la Novena. Insisto en recomendar lectura y escucha simultáneas, porque los esclarecedores análisis musicales, tributarios, claro está, de más de un siglo de bibliografía –encomiable la variedad de las fuentes y la pertinencia de las citas–, a la vez rigurosos y asequibles para el aficionado sin mayores cualificaciones, nos ayudan a profundizar en nuestro aprecio y disfrute del legado beethoveniano. Cada obra estudiada viene acompañada de los correspondientes ejemplos musicales, en número total que supera ampliamente el centenar, y de una muy selecta discografía sobriamente comentada.
Al hilo de esa exposición pormenorizada de obras maestras van precisándose las aportaciones del compositor al desarrollo de los géneros y de las estructuras y formas musicales heredadas de sus inmediatos predecesores: la revolución que supuso su escritura pianística desde las atractivas y originales tres sonatas del op. 2 para pianoforte de 1794-95 hasta las creaciones magistrales para el hammerklavier (piano de martillos) de los años 1817-22, obras de potencia, fantasía y libertad de forma sin precedentes, posibilitadas por los progresos en la construcción de instrumentos cada vez más poderosos, obra de fabricantes de toda Europa (Érard, Streicher, Broadwood); la equiparación, en las obras de cámara con piano, de los instrumentos de cuerda con el de teclado al que anteriormente se subordinaban, asociación a la que debemos sonatas y tríos que sentaron las bases de toda la literatura para esos conjuntos a lo largo del siglo XIX; los progresos de su obra cuartetística, desde los seis primeros, aún tributarios del modelo haydniano, pasando por los cinco de su etapa central, ricos en innovaciones formales, bellísimos por su lirismo y su riqueza rítmica, para desembocar en sus seis creaciones finales, auténticas conversaciones entre instrumentos, de libérrima estructura, continuos cambios de clima y gran intensidad emocional, que recuperan formas pretéritas (canon, contrapunto, fuga, variación) en un renovado contexto, obras incomprendidas por sus contemporáneos y cuyos horizontes no serán trascendidos hasta épocas muy posteriores. La evolución de su obra sinfónica, desde la conmoción que supuso la Heroica hasta el mensaje de fraternidad universal que pregona la Novena, en rememoración del espíritu de la Aufklärung frente al conformismo y la represión, es objeto de minuciosos análisis a los que se dedican más de ochenta páginas del libro. Y, como no podía ser menos, la singular vocalidad beethoveniana propia de los momentos más dramáticos de Fidelio, de la Oda a la Alegría y de la totalidad de la Missa Solemnis, que ha llevado a muchos a afirmar alegremente que Beethoven no sabía escribir para la voz –osadía desmentida, sin ir más lejos, por su obra liederística–, está exhaustivamente explicada y justificada, tanto desde la fisiología de la voz como de las necesidades expresivas propias de las respectivas situaciones, sean éstas dramáticas, líricas o de homenaje, súplica y agradecimiento a una divinidad en la que Beethoven firmemente creyó.
La contrastada vida de nuestro protagonista en Viena es revisada en su integridad partiendo de sus juveniles éxitos como intérprete y del mecenazgo de la aristocracia imperial, pronto ensombrecidos por sus problemas intestinales y el temprano deterioro de sus facultades auditivas, unidos a los primeros desengaños amorosos, que llevan al músico a redactar el “Testamento de Heiligenstadt” en 1802. También su nada fácil carácter le creará dificultades incluso en su relación con sus mejores amigos y protectores. Todos estos problemas no aminoran su pasión creadora; durante toda su vida hallará refugio en la composición, que junto al disfrute de la naturaleza será su válvula de alivio del sufrimiento. Sus obras son recibidas de manera muy variable en función de su proximidad o alejamiento de los cánones establecidos; no obstante, siempre encontrará grupos de aficionados y profesionales conscientes de la gigantesca dimensión de sus esfuerzos por abrir nuevas vías a la música. La lista de las personas de ambos sexos que deambulan por el libro es muy amplia, y un buen número de ellas son objeto de semblanzas detalladas, entre las que se encuentran las de las mujeres que sucesivamente fueron objeto de su pasión amorosa, y destacadamente las dos más probables candidatas –Josephine von Brunsvik y Antonie Brentano– a ser identificadas como la ignota “amada inmortal” a la que dedicara su enigmática y apasionada carta escrita en Teplitz en julio de 1812.
Como ya se ha dicho más arriba, los años 1813 a 1815 ven a Beethoven en la cúspide de su fama internacional, pero con una creatividad ralentizada. La muerte de su hermano Carl a finales de ese último año carga sobre sus hombros lo que él asume como una ineludible responsabilidad, el cuidado de su sobrino Karl, de nueve años, lo que será para él causa de los mayores sinsabores y a la vez un estímulo adicional para recuperar su afán creativo y “hacer” el dinero necesario, cada vez con más dificultad porque, como dirá en 1822, ya no está de moda: es muy descriptiva, y narrada con viveza, la anécdota de la visita del ídolo del momento, Rossini, a su caótica morada. El Beethoven que sale de ese bache creativo, ya definitivamente aislado del mundo por su sordera, y que a partir de 1818 se ve obligado a comunicarse por escrito, va a alumbrar obras grandiosas que pocos estaban en condiciones de apreciar e incluso de interpretar. Y serán las que al cabo de los años más nos siguen asombrando y admirando de entre todo su corpus compositivo; sólo su creación será el paliativo de tanta enfermedad, de tanta necesidad material y de tanto sinsabor familiar y desventura afectiva. Un tercio del libro está dedicado a su estudio, entretejido con el vívido relato de esos difíciles años finales. Y, al final de la lectura, nos vemos quizá invitados a plantearnos un nuevo “what if…?”: un Beethoven sano, feliz en el amor y con una vida armoniosa y acomodada ¿nos hubiera legado una herencia tan imperecedera? Que cada uno se responda como mejor sepa…
Pero desde el principio hemos hablado de un doble retrato, y Viena ocupa, junto a Beethoven, un lugar de privilegio en el libro. La entonces capital europea de la música nos es ofrecida con el atractivo de una deslumbrante estampa embellecida por la distancia en el tiempo. Beethoven llega a ella en el inicio de un periodo histórico caracterizado por el estallido de la Revolución Francesa, recibida con entusiasmo por los ilustrados de toda Europa pero pronto causa de guerras exteriores y de la revocación por el joven y débil Francisco II de muchas de las medidas de reforma adoptadas por sus antecesores en el trono. Las guerras entre Austria, principal baluarte continental del absolutismo, y la Francia napoleónica, que llevan a la derrota y desaparición del Sacro Imperio y a la ocupación de su capital en dos ocasiones (1805 y 1809), son narradas en detalle, así como el Congreso de Viena, objeto de un animado cuadro en el que las intrigas políticas y la presencia de soberanos y dignatarios de toda Europa se entremezclan con referencias a las espectaculares celebraciones e incluso a sus efectos en las costumbres y las modas. Y la ciudad experimenta, al hilo de la Historia, transformaciones que, sin merma de su condición de sede de una corte imperial, contemplan el ascenso de una clase burguesa –burócratas distinguidos, profesionales cualificados de la medicina o la abogacía, profesores universitarios, prósperos comerciantes, artistas destacados, fabricantes de instrumentos, editores– que marcará la Era Biedermeier, en la que transcurrirán los años finales de la vida del compositor. Esas transformaciones abarcan todos los ámbitos: desde la creación de nuevos parques públicos en el interior del recinto amurallado y sus terrenos adyacentes, o la apertura a toda la ciudadanía de espacios antes reservados a la corte, pasando por la apertura en ellos de cafés y restaurantes, hasta las nuevas formas y los nuevos lugares para disfrutar de la música –los conciertos públicos frente a las antiguas audiciones privadas reservadas a unos pocos privilegiados, la creación de asociaciones como la Gesellschaft der Musikfreunde–, o la preferencia de los vieneses por los jardines privados y los kindergarten como refugio frente a la omnisciente red de espionaje tejida por Metternich.
Y en estos albores del Romanticismo alemán, precursor en el tiempo (junto al inglés) al del resto del continente, la pintura también es importante, y por ello las obras de Friedrich y Runge son objeto recurrente de comentario por su capacidad de evocación de los misterios de la naturaleza y su significado espiritual, junto a las de otros nombres menores del estilo Biedermeier y los de diversos retratistas a los que debemos la abundante iconografía beethoveniana, minuciosamente detallada en el libro, que hubiera sin duda ganado en valor documental con una más amplia selección de imágenes de nuestro protagonista.
El libro está impecablemente editado, con papel y cubiertas de calidad, y tipografía atractiva y de tamaño adecuado. Únicamente hemos encontrado un par de inopinados errores: el nacimiento del compositor figura en la página 18 como ocurrido en septiembre de 1770, en lugar de diciembre; y el descubrimiento por Richard Wagner del Fidelio interpretado por la Schröder-Devrient, que según lo afirmado en Mein Leben determinaría su destino, se narra en dos páginas diferentes del libro –195 y 321– como ocurrido en ciudades y fechas diferentes; la segunda es la correcta.
El libro se cierra con una bibliografía extensa y generosamente aprovechada por los autores; con la más completa catalogación de sus obras, no sólo las debidas al propio Beethoven con su correspondiente número de opus (1 a 138), sino también las más de 200 del WoO, e incluso las dos docenas largas catalogadas por Hess, todas con su título, número y fecha de composición; y un índice onomástico que, en cambio, resulta manifiestamente mejorable. Ojalá el éxito del libro contribuya a subsanar estas mínimas objeciones a tan disfrutable volumen en ediciones sucesivas.