Beethoven por Berlioz
En octubre de 1951, un año después que Espasa Calpe Argentina, la Colección Austral publicaba Beethoven de Hector Berlioz en traducción española a cargo de Francisco Javier Receli. Diez años antes, Santigo Rueda Editor había publicado también en aquel país Las sinfonías de Beethoven y músicos ilustres (sic) con textos del propio compositor traducidos por Ricardo Peña. El análisis de las sinfonías beethovenianas había sido impreso ya en castellano por el editor madrileño Antonio Romero, sito en el número 1 de la calle de Preciados, en versión castellana de F.M.A., en 1870. Este Beethoven de Berlioz no es una biografía sino textos sobre el autor de Bonn que primero habían aparecido en diversas publicaciones y serían recopilados luego por el propio compositor, junto a otros, en su Voyage Musical de 1844 que, por cierto, puede adquirirse a través de Iberlibro —no es publicidad sino información— en su edición original en dos tomos por la bonita cifra de 2.875 euros más doce de gastos de envío.
En estos días he leído aquella edición australiana de 1951 que vuelve a poner de manifiesto —como las Mémoires o Les Soirées de l’Orchestre, traducidas hace poco por Enrique García Revilla y publicadas por Akal demuestran igualmente— lo estupendo escritor que era Berlioz y lo agudísimo analista de la música en sí y de lo que la rodeaba y la rodea todavía, lo bien que sabe integrar el nervio personal con la indagación formal o la reflexión estética. Su estudio de las sinfonías de Beethoven sigue siendo tanto en lo técnico como en la traducción de lo cordial una utilísima guía que nace de la admiración y la generosidad ante la obra de un colega, de un compañero de profesión por extraordinario que fuere, compartidor de parecidas fatigas, que había muerto poco antes de que aquellos escritos vieran la luz. Una admiración que no le impide alguna reflexión crítica, como cuando hablando del primer movimiento de la Novena se refiere a un episodio —página 17 de la partitura que tiene delante— en el que violines segundos y violas “agregan a la armonía los dos sonidos fa natural y la bemol que la desnaturalizan y producen una confusión muy desagradable pero felizmente muy corta”. Y prosigue: “Yo nunca he podido comprender esta cuádruple disonancia, tan extrañamente traída que no tiene ningún objeto. Podría pensarse en un error de grabación” —de impresión diríamos en traducción más actual— “pero si se examinan bien estos dos compases y los precedentes, la duda se disipa y se tiene el convencimiento de que esta ha sido la intención del autor”. O lo que es lo mismo, un genio libre comprende perfectamente a otro genio libre.
Así empieza A propósito de la Heroica: “Los turcos aman intensamente la música”. Y así se recuerda a aquel aficionado de quien se decía que siempre se quedaba dormido en los conciertos o en la ópera: “Un hombre que ha dormido delante de Mozart, Spontini y Weber no podía, por muy poca estimación que se tuviera como aficionado y conocedor, dejar de honrar con este mismo homenaje a Beethoven”. Berlioz, naturalmente, le honró de otra manera. La más memorable por escrito, cuando asistió a las fiestas del septuagésimo quinto aniversario de su nacimiento, que culminaban con la inauguración de la estatua levantada en Bonn y cuyas impresiones envió al Journal des Débats. Cuenta los fastos y las músicas, ofrece lista de los que estuvieron y de los que no y explica por qué finalmente pudo verlo todo bien desde un sitio mucho mejor que aquel al que le daba acceso su invitación corriente y moliente: “Inmediatamente después de la misa había que asistir a la inauguración de la estatua en la cercana plaza. Allí fue donde tuve que hacer, con la mayor perseverancia en toda mi vida, uso del vigor de mis puños. Y gracias a él y a haber saltado por encima de una barda, logré un sitio en la plataforma reservada. Allí quedamos apilados durante una hora, en espera de la llegada del rey y la reina de Prusia, de la reina de Inglaterra y del príncipe Alberto…”. Antes se había despachado a gusto en otro registro: “No hay seis pianistas para las sonatas de Beethoven. Los tríos son un poco más accesibles. ¡Pero los cuartetos! ¿Cuántos hay en Europa de esos cuádruples virtuosos, cuántos de esos dioses en cuatro personas capaces de revelar el misterio? No me atrevo a decirlo”. Ahí queda eso para los prolegómenos de una historia de la interpretación beethoveniana.
Y cierro con un par de curiosidades de la traducción española que comento. Su autor no se atreve a traducir la nota ut como do a pesar de lo que había caído desde que Doni la hiciera suya. La otra resultará tan curiosa hoy como, seguramente, también ya anacrónica cuando apareció el libro. Y es que al fagot se le llama aquí, como permite en su segunda acepción —la primera es botijo— el diccionario de la RAE, piporro. En la tercera, piporro es, igualmente, la “persona que toca el fagot”, bien que en ambos casos se considere como coloquial. Dicho esto, la traducción, que es de hace setenta años, cumple con creces y el libro se lee solo.
Luis Suñén