Beethoven: Amada lejana, amada inmortal (III)
Entre los estudiosos de Beethoven existe una vieja pregunta: quién fue la Amada inmortal, la Unsterbliche Geliebte. Así la llamó Beethoven, pero no hay ninguna carta, documento o testimonio que nos indique quién era. Bien, es cierto que hay una carta, pero Beethoven nunca la envió. La escribió en dos días, 6 y 7 de julio de 1812; y estaba entre sus papeles, inconclusa. Es como si el propio Beethoven hubiera querido dejar este enigma para que la posteridad le diera vueltas.
Muy bien pudo ser Josephine von Deym, nacida Brunszvick, y hay muchos defensores de esta teoría; lamentablemente, son muy numerosos los que la refutan y los que tienen otras candidatas.
A ver, vamos a situarnos. De momento hay que decir algo que quizá nos sitúe más allá de estas intimidades y anhelos y angustias. Y no hay que olvidar que es la época de la Tercera Sinfonía, la Heroica, la primera gran sinfonía dramática con héroe y trama.
Verán: esta canción que les proponía oír el primero de estos días, An die Hoffnung, se amplió años después. Y en esa ocasión, en 1813 (cuando trabajaba en el Fidelio definitivo), Beethoven hizo lo que quizá no se atrevió a hacer en 1805: incluyó unos versos del poema de Tiedge que había silenciado entonces. Ya sabía que el Lied op. 32 iba a asustar bastante a Josephine. ¿Cómo iba, encima, a encabezarlo con esa duda? ¿Es que Dios existe? Le propongo que escuchen el op. 94.
Para oír ese lied, vemos cómo empieza. “¿Es que Dios existe? Todo eso que busca el anhelo, ¿acaso se consigue un día? ¿Y en la tribuna, va a presentarse el Ser? ¡No, no hay que perder la esperanza! ¡No, no hay que hacer preguntas!”
Me reconocerán que el sentido cambia porque hay trascendencia en esos versos que ahora son iniciales. Y en los siguientes: tú, que en la tempestad de la noche… etc., lo que hay es algo humano, no sé si demasiado humano, humano hasta situarse bajo las ramas, junto a las urnas tal vez de un cementerio.
Cómo preguntarle a aquella mujer nueve años más joven que Beethoven, si Dios existía o no. Con los problemas que tenía una, con su marido silbante, impecune, estafador, y además muerto; con las guerras contra Francia, esto es, el Anticristo, con sus cuatro hijos, encima la vas a requebrar de amores poniendo en cuestión si Dios existe. Pues claro que existe, eso lo sabe todo el mundo. Es la fe. Y la fe, como sabemos, consiste en creer aquello que sabemos a ciencia cierta que no es verdad.
Sí, él tenía solo nueve años más que Josephine. Pero, ay, qué deterioro el de nuestro buen Ludwig. La sordera, que era ya evidente y que será progresiva. Los trastornos de salud, que son ya importantes. Pasan los años. Beethoven es cada vez más Beethoven. Y en 1813 amplía el lied compuesto para Josephine, para Pepi. Leslie Orrey, en su estudio de los lieder de Beethoven, no da especiales razones de por qué el op. 32 de 1805 se convierte en el op. 94 de 1813, aunque piensa que pudo ser por una charla con el poeta, con quien se había visto en Teplitz un par de años antes. Lo estrófico va a verse precedido por este recitativo cantábile que plantea la duda. Si en 1805 había esbozado Beethoven un personaje convincente, en 1813 lo convierte en un auténtico personaje de pieza teatral. Es como si se hubiera desgajado ese canto de una obra para teatro musical, que este canto viniera de una situación dramática y precediera a otra.
Y lo que queda no es una confesión personal, un arrebato del músico basándose en el poeta, sino una sugerencia de escena dramática en la que el personaje está sumido en su historia, en una historia. Es más, en un tiempo y una geografía. Es un amor en tiempos de guerra, lo confiese o no. Austerlitz tuvo lugar unos meses después del lied de 1805. Ahora bien, no se trata de un añadido. El lied es básicamente el mismo. Es otro, y es distinto. Lo estrófico cede a una presión dramática mayor. Escúchen el op. 94, por favor. ¶
Santiago Martín Bermúdez
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