BAYREUTH / Sin foso no hay ópera

Bayreuth. Festspielhaus. 16–7–2023. Wagner: Tannhäuser. Reparto: Klaus Florian Vogt (Tannhäuser), Elisabeth Teige (Elisabeth), Markus Eiche (Wolfram), Ekaterina Gubanova (Venus), Günther Groissböck (Landgrave de Turingia), Siyabonga Maqungo (Walther), Ólafur Sigurdarson (Biterolf), Jorge Rodríguez-Norton (Heinrich der Schreiber). Dirección de escena: Tobias Kratzer. Escenografía y vestuario: Rainer Sellmaier. Vídeo: Manuel Braun. Coro y Orquesta titulares del Festival de Bayreuth. Dirección de coro: Eberhard Friedrich. Dirección musical: Nathalie Stutzmann.
En el Festival de Bayreuth se ha pasado en poco más de medio siglo de hablar de las legendarias voces que lo frecuentaban, dirigidas por los más grandes directores wagnerianos, a hablar casi en exclusiva de las producciones escénicas en una reñida competición para ver quién se alza con el mayor disparate teatral. Dicen que la actual Tetralogía es un ejemplo palmario de estos despropósitos escénicos. Al menos es lo que relatan las crónicas. En este sentido, la dirección artística de Katharina Wagner –biznieta del compositor– que dirige el festival en solitario desde que dejara la codirección su hermanastra Eva Wagner-Pasquier en 2015, fomenta este tipo de producciones polémicas y a veces sin sentido teatral. El Festival, que este año alcanzaba su 123ª edición, se inauguró el pasado 25 de julio con una nueva producción de Parsifal, donde triunfó sin contestación alguna el director de orquesta español, Pablo Heras-Casado, con una discutida y caprichosa producción, apoyada por primera vez en la realidad aumentada, que ya fue comentada con detalle por Manuel Nogales en esta misma web.
Se reponía por cuarto año el Tannhäuser del director de escena alemán Tobias Kratzer, que debutó en Bayreuth en 2019 con esta producción levantando ampollas entre la crítica recalcitrante y el público más conservador. Ya desde la obertura, que transcurre con una proyección aérea del Wartburg, residencia del Landgrave de Turingia, flanqueada por laderas montañosas con impresionantes bosques entre los que se abre paso una angosta carretera por la que circula una furgoneta Citroën de los años sesenta; Kratzer presenta un trío actoral paralelo que vertebrará la acción dramática. La furgoneta no es sino el Venusberg en el que viaja la troupe ambulante integrada por Tannhäuser (disfrazado de payaso) y el citado trío, formado por Le Gateau Chocolat (conocido travesti y cantante de varietés –de piel negra y abundante barba– caracterizado como drag queen), el enano Oskar en clara referencia a El tambor de hojalata del cineasta Gunter Grass (muy bien interpretado por el actor Manni Laudenbach) y una descarada Venus de voz poderosa, magníficamente encarnada por Ekaterina Gubanova, que hizo un auténtico alarde de facultades actorales y vocales.

Pues bien, después de cuatro años en cartel, el público ha conseguido con sus largas ovaciones que este espectáculo de Kratzer se convierta en uno de los grandes éxitos de Bayreuth del último lustro, aunque tampoco faltan protestas y gente que se indigna mucho, como ocurrió en la función de anteayer. La propuesta de Kratzer tiene el inconveniente, por poner alguna pega, de que solo se comprende a partir del segundo acto, tras la performance campestre, de una media hora de duración, que tiene lugar en el exterior del teatro en un pequeño lago artificial situado en los jardines del Festspielhaus durante la primera pausa, donde se desplazan buena parte de los espectadores. Allí Gateau Chocolat, envuelto en la bandera arcoíris, interpreta algunos temas conocidos, incluido el “Dich teure Halle” de Tannhäuser –para voz baritonal–, mientras que el enano toca la percusión en la barca al son de una música enlatada poco atractiva. ¡Mientras tanto Venus, en el borde del lago pinta una pancarta con las reivindicativas palabras del mismo Wagner “Freim Wollem! Freim Thun!, Freim Geniessen!” que después sería colgada en la balconada de las fanfarrias del Festspielhaus, tras el inicio del segundo acto, dándole todo el sentido a la producción.
El tercer acto presenta un espacio desolador, un desguace con muchos cachivaches diseminados por el escenario junto a los restos de algunos coches abandonados. En primer plano queda la furgoneta del primer acto, ya desahuciada, bajo una gigantesca plataforma metálica con un anuncio luminoso de carretera, visto inicialmente por el reverso, que al final del acto gira y aparece la imagen de la única triunfadora del drama: Le Gateau Chocolat, anunciando un lujoso reloj de brillantes, mientras que el enano Oskar está sumido en la más absoluta miseria apurando una lata de conserva, lo único que tiene para llevarse a la boca y que puede ofrecer a Elisabeth. La entrada del coro de peregrinos, caracterizados de homeless, recogiendo todo aquello que encuentran a su paso, es impactante. En aquel espacio sórdido se suceden algunos de los mejores momentos vocales de la ópera con un Wolfram horrorizado por los acontecimientos, se pone el disfraz y la peluca del payaso, y Tannhäuser ya de vuelta, entona su célebre raconto de Roma. Elisabeth busca a su héroe en vano, aquel pecador que se había entregado a los placeres mundanos del Venusberg, aunque allí solo encuentra al puritano Wolfram travestido de payaso. Tras yacer con él en el interior de la desvencijada furgoneta, Elisabeth se suicida y la ópera concluye con el cadáver inerte en los brazos de un consternado Tannhäuser.
Todo este relato, contado así, puede parecer un despropósito, un sinsentido. Si no se entra en el juego propuesto por Kratzer, no hay forma de entenderlo. Pero la realidad es que estamos ante una propuesta original, fresca, tratada con un refinado sentido de humor, muy bien trabada dramáticamente con el apoyo del vídeo en vivo y con un trabajo actoral y coral extraordinarios. Se trata de una narración mundana exenta de misticismo, que se aleja hasta el extremo del mito erótico ideado por Wagner, actualizado para la ocasión a través de las reivindicaciones que abanderan los colectivos LGBTI. Estamos pues ante un Tannhäuser del siglo XXI, donde se reivindica “la libertad de deseo, acción y pensamiento”, escritas por el mismísimo Wagner allá por el siglo XIX y que puede leerse en su ensayo “Arte y revolución”. Palabras que luego aparecerán en el segundo acto en la pancarta de Venus.
Vocalmente la función basculó entre las buenas maneras de la joven soprano noruega Elisabeth Teige, aunque sin alcanzar los niveles de excelencia que pudimos observar en el papel de Senta (Holandés errante), solo un par de días antes; y la discutida prestación vocal del tenor alemán Klaus Florian Vogt, que ha realizado una brillante carrera wagneriana con papeles más ligeros como Lohengrin, Walther von Stolzing (Maestros cantores) o Erik (Holandés). Pero el Vogt de hoy no es aquel Stephen Gould, que deslumbró al respetable en 2004 con su primer e impactante Tannhäuser en Bayreuth, y donde dejó muy claro cómo debe cantar un heldentenor. Todavía lo pondría de manifiesto en 2019, en el estreno de esta misma producción, aunque ya con una voz más gastada y unos agudos menos pletóricos. Está claro que Vogt no reúne el perfil vocal que requiere el peliagudo papel del Cantor y que reclama un tenor con una triple tipología vocal: lírica con anchura para el primer acto, otra más incisiva (squillante) para el segundo y una tercera decididamente heroica para abordar con éxito la narración de su experiencia romana. Pero hay que reconocer que el tenor alemán salva los muebles con unos agudos firmes y bien colocados y por cantar este papel (casi imposible) sin despeinarse. Pocos cantantes llegan hoy por hoy al final del tercer acto tan frescos como Vogt, pero hay que decir que en el resto de las prestaciones vocales naufraga. A pesar de todo Vogt obtuvo un éxito mayúsculo, como sus colegas de reparto, aunque la función de anteayer estuvo muy por debajo tanto vocal como musicalmente de lo escuchado en 2019 con una inolvidable Lisa Davidsen, debutante en el festival en un auténtico alarde de facultades vocales, musicalidad y encanto. Buena prestación vocal la del barítono Markus Eiche que, sin ser la voz más apropiada para el papel, encarnó un sólido Wolfram con una matizada interpretación de la “Canción de la Estrella” en el tercer acto. No estuvo demasiado convincente Günter Groissbock como Landgraf Hermann. Sin duda es un sólido bajo, con amplia experiencia wagneriana, pero le falta personalidad y nobleza vocal para este papel. Muy bien el Walter del tenor sudafricano Siyabonga Maqungo. Y correcto el resto del reparto con la mención obligada al joven tenor asturiano Jorge Rodríguez-Norton que sigue encarnando desde el estreno de esta producción el episódico papel de Heinrich der Schreibe.

Katharina Wagner puso la responsabilidad musical en manos de otra mujer: Nathalie Stutzmann, estupenda contralto francesa y discreta directora de orquesta, que posiblemente habrá sido avalada como segunda candidata para ocupar el foso del Festspielhaus por el éxito que viene cosechando Oksana Lyniv con el Holandés errante desde 2021. Pero claro, Stutzmann no tiene las capacidades técnicas, ni la energía musical, ni la experiencia operística de la directora ucraniana (detalle no baladí es que solo había dirigido una ópera completa de Wagner en escena: Tannhäuser en la versión original parisina en francés, con dirección escénica de Grinda en la Ópera de Montecarlo*). Quizás por eso, de inmediato se percibe, ya en los primeros compases de la célebre obertura, una falta de tensión considerable. Esa tensión que reclama toda la partitura acentuando el genial contraste de los dos mundos antagónicos ideados por Wagner y que dan sentido musical a la obra: el celestial y el de la perdición, el del amor carnal y el espiritual, el del bien y el del mal. La directora francesa delineó una versión un tanto plana y poco contrastada, aunque algo más matizada en los detalles. Stutzmann ha sustituido este año al rutinario Axel Kober, que a su vez había relevado a Valery Gergiev, que tampoco tuvo una actuación muy relevante, a pesar de su experiencia, y que entonces fue muy criticado en los medios alemanes por su apoyo a Putin (meses después llegaría la invasión de Ucrania por Rusia). El coro, el otro gran protagonista de esta ópera junto a la brillante orquesta, lució con menor esplendor que en Parsifal y el Holandés. De hecho, hubo problemas de ajuste con el foso y perceptibles retardos en el estático concertante final del segundo acto, que tiene un carácter más de oratorio que de ópera. Tampoco el bellísimo y sobrecogedor coro de peregrinos del final “Heil! Heil! Der gnade wunder Heil”, que a menudo te pone los pelos de punta, pasó desapercibido y sin impacto alguno. En fin, hay que decir –y reconocer– que el éxito fue grande para todos, incluida Nathalie Stutzmann, con más de quince minutos de aplausos y bravos. Así que todos contentos… nos fuimos, después de cinco largas horas de ópera y con mucho calor en la sala, a degustar las sabrosas salchichas locales y unas merecidas cervezas.
Antonio Moral
(*) Agradezco esta información a Iago Capello.
(fotos: Enrico Nawrath)