BAYREUTH / Cenčić firma un ‘Flavio’ suntuoso e inteligente
Bayreuth. Markgräfliches Opernhaus. 9-IX-2023. Julia Lezhneva, Max Emanuel Cenčić, Yuriy Minenko, Monika Jägerová, Remy Brès-Feuillet, Sreten Manojlovic, Fabio Trümpy. Concerto Köln. Clave y dirección: Benjamin Bayl. Director de escena: Max Emanuel Cenčić. Haendel: Flavio.
En apenas cuatro ediciones, el Festival de Ópera Barroca de Bayreuth se ha situado ya como una cita de referencia para todos los amantes de la ópera y de la música barroca en general. Muchos elementos juegan en su favor: una sede inigualable –el maravilloso Teatro de Ópera de los Margraves– complementado con otras sedes secundarias también estupendas, una ciudad con un poso histórico y musical casi inverosímil dado su pequeño tamaño, un público internacional que llena los conciertos, el apoyo institucional de las administraciones públicas y el olfato empresarial de su director artístico Max Emanuel Cenčić.
Este año el plato fuerte de su programación lo constituye el estreno de la producción propia de Flavio de Haendel, con puesta en escena del mismo Cenčić y un elenco vocal realmente interesante.
Si bien tiene media docena de arias memorables –¿qué ópera de Haendel no las tiene? – Flavio es un título menor en la producción haendeliana. Es cierto que no ha ayudado a su valoración la tardía recuperación y su escasa suerte discográfica, con tan sólo dos registros y ambos (Jacobs y Curnyn) bastante mediocres. A pesar de ello es una obra ciertamente singular dentro del catálogo del sajón por el tono alejado de las rigideces de la ópera seria y una ligereza e ironía que lo entronca con otras de sus óperas menos convencionales como las tardías Serse y Deidamia. Y es este aspecto, además de la calidad musical, que la tiene, el que ha despertado el interés de Max Emanuel Cenčić por llevarlo a la escena.
Estudiando el contexto de la obra, el contratenor croata, que parece determinado a desarrollar una fecunda carrera como director de escena, ha descubierto una dimensión que hasta el momento quizás no se había puesto suficientemente de relieve. La tesis de Cenčić es que esta ópera es una parodia de los excesos y la corrupción de la monarquía católica inglesa de tiempos de los Estuardo, en concreto de Carlos II y Jacobo II, a finales del siglo XVII. El rey lombardo Flavio sería una trasposición del absolutismo de estos monarcas de igual manera que los personajes de los ambiciosos consejeros Lotario y Ugone lo serían de Bolingbroke, líder del partido católico y conservador de los tories y, por tanto, afín a los Estuardo, y de Robert Walpole, perteneciente a los protestantes wighs y acérrimo enemigo de Bolingbroke. Walpole llegó a ser primer ministro de Jorge I de Hannover e hizo fracasar los intentos de Bolingbroke por restaurar a los Estuardo en el trono, obligándole a exiliarse en Francia junto al pretendiente jacobita. Todo esto, y algunos episodios históricos más que sería prolijo narrar aquí, tienen su reflejo en la ópera aunque para que no resultara muy evidente, fue trasladado a una supuesta e improbable Britania lombarda en el siglo VIII, basándose en un viejo libreto de 1682 del poeta veneciano Mateo Noris en el que se habían inspirado ya un buen puñado de compositores italianos. Como siempre, su fiel Nicola Francesco Haym y el propio Haendel se encargaron de expurgarlo, acortando los recitativos y reduciendo el número de personajes para hacerlo más inteligible.
¿Qué se proponía Haendel con este ejercicio de crítica política? Pues, siempre según Cenčić, en una sociedad inglesa atemorizada por las rebeliones jacobitas –fueron importantes las de 1715, 1719 y habría otra más en 1745–, en las que lo todo lo que tenía que ver con los Estuardo tenía muy mala prensa, Haendel quería dejar claro su posicionamiento al lado de los protestantes Hannover. Aunque a priori esto debía estar claro por su larga relación con esta casa nobiliaria –eran sus patronos ya en Alemania antes de recalar en Inglaterra, donde se reencontrarían cuando accedieron al trono en 1714 tras la muerte de la reina Ana sin descendencia– y su propia militancia en la fe protestante, la relación de Haendel con los cantantes y músicos italianos que interpretaban sus óperas, naturalmente todos católicos, colocaba al compositor en una posición ambigua. Por tanto, Flavio sería un intento de dejar claras sus simpatías políticas y su lealtad a Jorge I.
Con este punto de partida, Cenčić ha ambientado la ópera en una corte absolutista que podría ser la de los Estuardo pero que parece estar más directamente inspirada en la de Luis XIV de Francia, quizás porque en el imaginario colectivo el Versalles del Rey Sol es la corte absolutista por antonomasia. Varias escenas evocan ese ambiente –paradigmática resulta la de la cópula de los reyes a la que asisten los nobles que gozan de la privanza del monarca– y los ladinos e intrigantes cortesanos se comportan como las crónicas de la época describen el ambiente versallés. Los ropajes, decorados y demás elementos también apuntan en esa dirección, si bien no se trata de una puesta en escena con vocación historicista. Pero hay que decir que visualmente es muy atractiva, por momentos suntuosa, merced al cuidadísimo vestuario y a unos bellos decorados que no desentonan en absoluto con el deslumbrante marco del Teatro de los Margraves. De hecho, el espíritu es muy barroco, no sólo por la apariencia sino porque todos los cambios de escena se realizan a vista del espectador: cada vez que el libreto demanda alguna transformación del espacio escénico, ceremoniosamente aparece un cortesano con un bastón de mando, situándose de espaldas al espectador hiende el suelo con tres golpes y, mientras suena música de danza –mucha de ella extraída de otras obras del propio Haendel– los decorados se giran o los muebles se desplazan. Todo está realizado con mucho gusto. La sensación de ostentación se realza gracias a una cuidadísima iluminación, unos decorados de gran belleza y a la intervención de una docena de actores –no figurantes sino actores reales– que contribuyen a dotar de vida a esa corte que es un hervidero de bajas pasiones.
El tono general de parodia, que está justificado por el libreto, se extiende al propio espectáculo operístico barroco. De forma deliberada se pone en tela de juicio el molde de la ópera seria italiana, un cuestionamiento que, y esto es de agradecer, se hace con humor. Por ejemplo, es sabido que el aria da capo, junto a los recitativos, es la célula básica de la ópera barroca. Estas arias seguían una estructura tripartita (ABA’) en la que la parte final es una repetición con variaciones de la primera parte del aria. Pues bien, en esta producción el personaje de Emilia que canta Julia Lezhneva, hace unos da capo interminables, llenos de repeticiones y gorgoritos que en una grabación podrían llegar a estomagar pero que en una representación funcionan y producen un efecto inevitablemente cómico. Por otra parte, todos los personajes son risibles y su heroicidad queda socavada continuamente, especialmente el despótico y hedonista rey Flavio. Cenčić parece decirnos en su montaje que algo tan anacrónico como la ópera seria, que sólo se entiende en el contexto del Antiguo Régimen, pues era un medio de enaltecer algunos de sus valores y así dar estabilidad al sistema, no tiene sentido tomarla al pie de la letra en nuestros días; que no podemos seguir haciendo óperas serias como si todavía estuviéramos en una corte dieciochesca de la misma manera que desde hace décadas los escritores no pueden escribir novelas ignorando las aportaciones de Proust, Kafka, Joyce o Faulkner. Por ello hay en esta puesta en escena un distanciamiento casi brechtiano que no sólo viene justificado por el tono de parodia del libreto sino por una voluntad de reflexionar y poner en tela de juicio el espectáculo operístico barroco. Sin embargo, el tono de parodia se rompe después de algunas escenas por mor de unos calculados silencios que, como esos fotogramas en negro que puntúan las películas de Godard, actúan como un nuevo elemento distanciador, un recurso de gran eficacia que en este caso dota de fuerza y dramatismo a momentos que así lo demandan, pues Flavio no es sólo una parodia sino que hay también conflictos trágicos eternos, como el que vive el personaje de Emilia, que se debate entre la fidelidad y entrega a su querido Guido o el amor filial y la reparación del honor de su padre Lotario, muerto a manos de Guido para vengar una afrenta a su progenitor Ugone. Puro Corneille.
¿Y qué hay de la música en todo esto? Pues si la parte musical no hubiera estado a la altura toda esta inteligente concepción del espectáculo hubiera quedado en un segundo plano. Afortunadamente no fue así y asistimos a un Flavio que mejora ampliamente las dos grabaciones antes mencionadas, por lo que no podemos sino lamentar que esta producción no vaya a dejar huella discográfica.
La dirección del australiano Benjamin Beil fue vigorosa, con tempi muy vivos, hasta el punto de que en algunos momentos nos preguntamos si no era una exageración voluntaria para acentuar el tono de parodia; por ejemplo en el dúo y coro final, dos elementos convencionales del lieto fine que Beil pareció despachar como un compromiso que hay que cumplir. Por lo demás, sacó de Concerto Köln, que este año es el grupo en residencia del festival, un sonido potente y rotundo al que últimamente no nos tenía acostumbrados; quizás demasiado rotundo en algunos momentos, en los que echamos de menos una dirección más matizada.
En cuanto al elenco vocal, Julia Lezhneva compuso una Emilia que evolucionó de la caricatura a un personaje más humanizado; vocalmente sobrada de medios, destacó en los da capo de sus primeras arias (“Quanto dolci, quanto care”, “Amante stravagante”), donde exhibió una gama de recursos al alcance de pocas cantantes de este repertorio. Impecable vocalmente en las patéticas “Parto, sì; ma non so poi” o “Ma chi punir desio”, si bien su tendencia a la frialdad quedó aquí más patente.
Max Emanuel Cenčić se reservó el papel de Guido, sin dudas el mejor de la ópera (Haendel lo compuso a la medida de Senesino). “Bel contento”, la encantadora “L’armelin vita non cura”, “Rompo i lacci” –una de las grandes arias de bravura del catálogo haendeliano– o la patética “Amor del mio penar” merecen figurar en una antología de la ópera barroca. Cenčić hizo justicia a cada una de ellas, con su bello timbre habitual y una sensación de aparente facilidad técnica, si bien en algunos momentos se observa un incipiente vibrato un tanto molesto.
La mezzo Monika Jägerová (Teodata) hizo gala de una elegante línea de canto y un timbre muy agradable y homogéneo en todos los registros. Excelente el contratenor ucraniano Yuriy Minenko, con buen volumen y sólida técnica, si bien su papel de Vitige es menos lucido que otros. Otro contratenor, el jovencísimo Rémy Bres-Feuillet, compuso un Flavio dramáticamente excelso y vocalmente irreprochable; apunten su nombre porque estamos ante un cantante muy prometedor. Bien Sreten Manojlovic como Lotario y Fabio Trümpy como Ugone y cumplió Filippa Kaye en su breve intervención como dama de la corte. Todos ellos se beneficiaron de cantar en un recinto de modestas dimensiones, ideal para representar ópera barroca.
No quiero terminar esta crónica sin un emocionado recuerdo a Eduardo Torrico. Es él quien tendría que haber asistido a esta edición del festival tal y como hizo el año pasado pero, como saben, nos dejó hace unos meses. Estoy seguro de que habría disfrutado más que nadie de la música de su compositor predilecto y de este Teatro de los Margraves de Bayreuth que ya siempre quedará para algunos de nosotros unido inevitablemente a su persona.
Imanol Temprano Lecuona
(Fotos: Bayreuth Baroque/Falk von Traubenberg & Clemens Manser)