BARCELONA / Una gala del 175º aniversario del Liceu con fondo negro
Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 3-IV-2022. Sondra Radvanovsky, Lisette Oropesa, Ludovic Tézier, Airam Hernández, Michael Fabiano, Giacomo Prestia, Manuel Fuentes, Manel Esteve, Raúl Giménez y Marta Matheu. Coro y Orquesta del Gran Teatro del Liceu. Director musical: Marco Armiliato. Propuesta escénica: Valentina Carrasco. Obras de Verdi, Donizetti y Puccini.
Se había creado mucha expectación en torno a este acto central de la celebración de los 175º años de historia del teatro por excelencia de las Ramblas de Barcelona. La ‘diva de las divas’ del momento, Anna Netrebko, iba a ser la anfitriona, el único astro sobre el escenario. Ya en su momento hubo voces que cuestionaron este enfoque tan personal para una gala que en otros teatros han optado por un universo de estrellas en sus respectivas celebraciones, pero las circunstancias se pusieron en contra de diversas maneras que han quebrado, en la metáfora del director artístico, esa botella de vidrio en que se convirtió esta gala.
Cancelación de Netrebko, que muchos leyeron como una falta de respeto a este teatro por segunda vez, cancelación de Irene Theorin días antes de la gala, cancelación del tenor Joseph Calleja, cancelación de la participación del tenor Michael Fabiano en el anunciado rol de Macduff… Más que una gala de celebración parecía la programación de la maléfica Forza del destino de Verdi por su empecinada negatividad. Pero ante tanta circunstancia adversa, el público del Liceu no falló y llenó todas las butacas del teatro para disfrutar de la velada ambiciosa que se nos prometía en las notas al programa.
Sin embargo, no fue así. Una gala de celebración de estas características no se puede reducir a tres escenas de tres óperas italianas. El Liceu no es un teatro nacionalista, ¿o sí? ¿Dónde se celebró su gran tradición wagneriana de la que se presume en webs y publicaciones? ¿Dónde quedó la gran tradición lírica francesa que llena páginas y páginas de los anales del teatro? Somos conscientes que las circunstancias actuales son complicadas, pero esta gala tuvo más de ‘quiero y no puedo’ que de hacer de la ópera un arte vivo que busca lo sublime, con un proyecto sólido y lleno de creatividad como se planteaba en el programa de mano.
Valentina Carrasco fue la responsable de una cuestionable propuesta escénica, más cerca de una función de final de curso mal ensayada y que no estuvo a la altura de un teatro con una historia de 175 años de tradición. Imaginamos que dirigir a cantantes que llegan uno o dos días antes de la gala no es tarea fácil, lo cual nos hace pensar en que tal vez la responsabilidad de un errático movimiento escénico y la nula conexión entre los cantantes en los números de conjunto no se debió a la capacidad y pocas ideas de la regista, sino a una organización deficiente.
La gala se abrió con una selección del acto II de Macbeth de Verdi y se vio por dónde iba a ir la verdadera velada: oscuridad, personajes sin vida de maniquíes vestidos de diferentes épocas que más que expresar algo impedían cualquier atisbo de verdad escénica en los solistas, tanto en la Lady Macbeth de Radvanovsky como en el Macbeth de Tézier, que comenzaron con una preocupante frialdad. Tézier fue ganando enteros en un personaje que domina, pero no así la soprano en un rol para el que todavía no tiene la voz y en el que de manera preocupante abusa de recursos extraños para salvar las exigencias de este personaje tan complejo. No ayudó la iluminación firmada por Peter Van Praet, fuera de toda lógica escénica, que oscurecía al coro en sus intervenciones y le hacía presente en sus silencios, lo cual impedía ver las mínimas expresiones de los solistas. Tampoco ayudó a la concertación poner fuera del escenario a personajes como el Macduff del tenor incorporado en los últimos días al proyecto, Airam Hernández, que tuvo que cantar inexplicablemente entre cajas, impidiendo una mínima coherencia escénica.
En el primer intermedio, la gente no daba crédito a lo visto, Afortunadamente, mejoró sensiblemente en la segunda parte de la gala, con una selección de Lucia di Lammermoor de Donizetti. El dúo entre Tézier y Hernández calentó la sala, arrancando los primeros aplausos entusiastas de la noche. La rotundidad de ambas voces y la bella línea de canto con que se enfrentaron a este largo número tuvieron una respuesta inmediata en los aficionados al bel canto que llenaban las butacas. No sabemos cual habría sido la prestación del tenor inicialmente anunciado, Joseph Calleja, pero de lo que estamos seguros es de que Airam Hernández cumplió como el gran profesional que es y que se refleja en una carrera ascendente a nivel internacional. Esperamos que se vea programado en el Liceu en futuras temporadas, como ya lo está a finales de la presente en un esperado Pollione de la Norma belliniana.
Si las voces masculinas belcantistas cambiaron el aburrimiento de la sala en expectación, la soprano Lisette Oropesa llevó al delirio en su interpretación del aria de la locura. Su seguridad técnica y fidelidad a ese estilo belcantista le premió con el aplauso más prolongado de la noche.
Tras la borrachera del romanticismo más melódico, se dio paso al siglo XX con el cuadro segundo del segundo acto de la pucciniana Turandot, que ofrecía un doble debut. Por una parte, la presentación en el Liceu del tenor Michael Fabiano, de potente y bello instrumento, aunque con algunos problemas de afinación y colocación de los agudos (algo que para un cantante de su edad y en ese repertorio pueden ser preocupante), lo cual oscureció un poco las expectativas puestas en este divo norteamericano. El otro debut corrió a cargo de la interpretación de Turandot, rol recientemente incorporado por la soprano, igualmente americana, Sondra Radvanosky, a la que, sorprendentemente en una versión escénica, se le permitió cantar con partitura. Su versión de la princesa de hielo fue errática e insegura, muy alejada de las versiones cuidadas que ha ofrecido en un teatro y ante un público que la quiere y aplaude.
Mencionar la más que correcta aportación del mandarino Manel Esteve, con un instrumento de bello color baritonal y gran proyección, así como la versión casi belcantista ofrecida por el tenor Raúl Giménez del Emperador Altoum. Más discretos fueron las aportaciones de los bajos Giacomo Prestia en su aria de Banquo, con una voz ya un tanto gastada en brillo, y del joven Manuel Fuentes, con problemas de proyección en los concertantes.
La labor del maestro Marco Armiliato en esta gala llena de imprevistos y accidentes fue más la de apagar fuegos y concertar que la de hacer una versión propia. Por tal motivo, la orquesta de la casa no pudo brillar, aunque sí demostró su profesionalidad en un repertorio que conoce al dedillo. Una oportunidad perdida de poder trabajar a fondo con una de las principales batutas líricas del mundo.
Igual sucedió con el coro, cuyo papel fue más de comparsa que de protagonista, con el agravante de que la propuesta escénica le hizo en algunos casos desaparecer tras absurdos maniquíes a los que tenían que mover o tumbar en el suelo. Sin embargo, esto se subsanó con el prolongado, sentido y gran aplauso que todo el público, puesto en pie, brindó a los cuerpos propios del teatro (orquesta, coro y técnicos), siendo tal vez el momento más emocionante de una gala que no pasará a la historia del Liceu ni por su calidad musical y ni por su calidad escénica.
Esperemos que los responsables del coliseo barcelonés hagan una seria reflexión, como se lee en las notas que firma el director artístico del teatro, “sobre el futuro de una institución de referencia que ha sobrevivido a todo tipo de acontecimientos… que en las últimas décadas muestra algunas claras señales de decadencia”. Confiemos que cada una de las propuestas líricas, tanto en su vertiente musical como escénica que completen este aniversario (que llenará la presente temporada y la siguiente) supere lo ofrecido en esta gala de aniversario.
Roberto Benito