BARCELONA / OBC: lleno de gracia, Ravel; gigantesco, Mahler
Barcelona. L’Auditori. 27-V-2023. OBC; Ludovic Morlot, director. Obras de Ravel y Mahler.
La OBC ha cerrado la actual temporada con este concierto dirigido por Ludovic Morlot, su titular, que así finaliza su primer año al frente de la orquesta. Dos obras creadas en el primer cuarto del siglo XX han sido elegidas para la ocasión: Le tombeau de Couperin, de Ravel, en la versión orquestada por él mismo (estrenada en 1920) del original para piano (1917), y la Quinta sinfonía en do sostenido menor de Gustav Mahler, estrenada en 1904. Dos obras no demasiado alejadas en el tiempo, pero lejanísimas en su estética.
De las seis piezas de la versión para piano, Ravel decidió instrumentar cuatro y excluyó dos, la Fugue et la Toccata. La decisión no tiene nada de casual. Ravel es uno de los orquestadores mejores y más convincentes de obras ajenas (el caso de los Cuadros de una exposición de Mussorgski es el paradigma) o de sus propias obras para piano. De muchas de estas realizó orquestaciones y las que no orquestó, el caso más llamativo es Gaspar de la Nuit, son aquellas cuyas “florituras listzianas las hacen inmutablemente pianísticas” (Griffiths). Si no orquestó las citadas Fugue y Toccata es precisamente por sus características eminentemente pianísticas. Por eso no acaba de entenderse la conveniencia de orquestarlas, como hizo en 2013 el compositor Kenneth Hesketh. Oportuna o no, esa fue la versión “mixta” de Le Tombeau de Couperin que se eligió para este concierto. Al escucharlas al lado de las piezas originales de la orquestación de Ravel, sin dejar de estar bien compuestas, desmerecían.
Morlot prestó en su versión de Ravel especial atención a las incisivas y coloristas intervenciones de las maderas, como cuando en la Forlane iluminan las disonancias más atrevidas, o como en la parte del oboe del Menuet. En general la suya fue una versión precisa y bien controlada, pero que no siempre consiguió la gracia alada de la bellísima obra de Ravel.
Y de esa evocación de la música francesa del siglo XVIII encarnada en Couperin, pasamos, previo descanso, a la Trauermasch, la “Marcha fúnebre” con que se inicia ominosamente la Quinta sinfonía de Mahler, la primera tabla del tríptico de sinfonías puramente instrumentales (y sin programa ninguno), como si el compositor quisiera compensar la ausencia de la voz por un acento nuevo puesto en la polifonía orquestal. En su versión de la Quinta, Morlot enfocó bien la narración, el aspecto horizontal de la partitura, enfatizando, manteniendo la tensión, la evolución desde la macha fúnebre inicial en mi menor al rondó final en re mayor, triunfal (o sospechosamente triunfal). Pero faltó transparencia en el aspecto vertical, con cierta oscuridad o confusión en algún momento, por ejemplo, en el segundo, “tempestuosamente movido” en el que Morlot, sí, imprimió a la orquesta la “gran vehemencia” que pide Mahler, pero en detrimento a veces de la rica textura polifónica de la partitura. Las cuerdas de la orquesta y la arpista adoptaron un tempo cómodo (nueve minutos de duración) en el célebre Adagietto; versión, sin embargo, un tanto prosaica en su concepción.
No podemos cerrar esta crítica sin hacer una mención especial de una trompa maravillosa, y, aunque se trate de Mahler, no es la “del niño”. Nos referimos a la intervención en el tercer movimiento del trompa solista de la orquesta, Juan Manel Gómez. Tocó su destacadísimo papel, vertebrador del movimiento, de manera excelente, tanto que parecía justificar una curiosa novedad: bajó de su atril y se instaló al lado del director como un solista de concierto. Valió la pena auditiva y escénicamente.
José Luis Vidal