BARCELONA / La temida ‘Clemenza’

Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 19-2-2020. Mozart, La clemenza di Tito. Paolo Fanale, Myrtò Papatanasiu, Anne-Catherine Gillet. Stéphanie d’Oustrac, Lidia Vinyes-Curtis, Mathieu Lécroat. Director musical: Philippe Auguin. Director de escena : David McVicar.
Refiriéndose a Tito, en la escena segunda del segundo acto de La Clemenza di Tito, Vitellia dice: “Il suo rigore / non temo già, la sua clemenza io temo”. Lo que tememos cuando nos disponemos a escuchar en el teatro esta sublime ópera de Mozart, la última que compuso, solo tres meses antes de su muerte, es que no se haga justicia de su maravillosa partitura y se abone la creencia de que es una obra acartonada y aburrida. Es su carácter de opera seria, género al que Mozart vuelve después de haberlo practicado —Idomeneo, Mitridate, Lucio Silla— en su primera juventud, su estatismo escénico, un cierto arcaísmo inevitable por las convenciones del género —que por cierto ya hacía dos décadas que había decaído en su época— lo que hace ‘temible’ La clemenza di Tito. No es obra que goce del favor del público y desgraciadamente, porque es mucha su belleza, y se representa muy poco, aunque cada vez más desde hace unos años.
En esta ocasión el temor era infundado, pues los resultados fueron suficientemente buenos en lo escénico y, sobre todo, en lo musical. Conocemos el marco temporal de la acción ficticia por una referencia que el libreto hace a la erupción del Vesuvio, que tuvo lugar en el año 79 de nuestra era. Por otra parte, Tito murió en el 81, así que la acción se sitúa entre esas fechas. Se desarrolla en un solo día, en un solo lugar, Roma, y es única, no hay tramas laterales. Cumple, pues, con la famosa regla de las tres unidades, más propia, por cierto, de la tragedia francesa del Grand Siècle, en la que la opera seria encuentra sus modelos, que aristotélica. La puesta en escena de David McVicar se aleja completamente del riesgo de caer en el peplum, lo que antes llamábamos “cine de romanos” (a lo Cecil B. de Mille, para entendernos) pero también de desplazamientos excesivos —estilo que la acción se desarrolle en una fundición de Vladivostok— que no toleraría una opera seria. McVicar ha creado una escena sobria, en la que un fondo de escenario que representa una fachada de una casa neoclásica cualquiera contrasta por su modestia con unas piezas arquitectónicas que se desplazan de forma horizontal sobre aquel fondo y crean diversos ambientes monumentales o privados. Una gran escalinata representa el palacio imperial y en los grandes momentos está presente el busto del emperador cubierto por un velo que al ser levantado lo muestra teñido de sangre. Con mejor acierto ha elegido McVicar el vestuario, el propio de la época napoleónica, cercano, por tanto, al de la de Mozart. En el solemne final de la obra Tito endosa sobre sí un regio manto (¿solo por casualidad casi exacto al que luce el Gran Maestre de la orden del Toisón de Oro, o sea en ese momento el emperador Leopoldo II, obviamente identificable con el clemente Tito?). En cambio, muy desafortunados son los pretorianos, con corazas, espadas, gesticulación y movimientos de samurais, más que de soldados romanos.
Philippe Augustin dirigió musicalmente la obra con eficiencia, y sacó el partido posible de la orquesta del Liceu. Para esta —quizá para todas— Mozart es un reto difícil. La transparencia de texturas, la claridad de las líneas, la independencia de los grupos instrumentales no siempre se consiguió. Muy cuidados por Auguin los recitativos acompañados y excelente el clave en los recitativos secos. La particela del clarinete (en realidad del corno di bassetto), célebre por su belleza, fue ejecutada con corrección, pero con corta expresividad.
El reparto vocal fue suficiente, pero no mucho más. Paolo Fantane, el tenor del papel titular, mostró buena línea de canto, varia expresividad en los recitativos que cantó con excelente dicción. Pero su dificultad en los agudos —tampoco tantos ni tan difíciles— deslució su interpretación de las arias. La mezzosoprano Stéphanie d’Oustrac, en el papel de Sesto, fue la mejor del reparto: no sacó todo el partido, quizá, del aria Parto, parto, pero estuvo excelente en el rondó Deh per questo istante solo y el agitado recitativo que lo sigue. La soprano Myrtò Papatanasiu desplegó dramatismo y teatralidad en su papel de Vitellia, lástima que su voz no fuera tan firme y ágil como su gesto, con dificultades en los agudos. Bien la soprano Anne-Catherine Gillet en Servilia y muy limitada, con voz pequeña y poca presencia escénica la mezzosoprano Lidia Vinyes-Curtis en Annio. Del todo insuficiente el bajo Matthieu Lécroat como Publio. Notable el papel del coro, gracias al buen trabajo al que nos tiene acostumbrados su directora Conxita García.