BARCELONA / La Franz Schubert Filharmonia conmemora el bicentenario de la ‘Novena’ de Beethoven
Barcelona. Palau de la Música. 7-V-2024. Franz Schubert Filharmonia; Cor Madrigal (Pere Luís Biosca, director); Jone Martínez, soprano; Tànit Bono, mezzosoprano, Eamonn Mulhall, tenor; Carles Pachon, barítono. Tomàs Grau, director. Beethoven: Novena Sinfonía
EL 7 de abril de 1824, en el Teatro de la Puerta de Carintia (la ópera de Viena), se estrenó la Gran Sinfonía con final para solos y coros sobre la oda “A la Alegría” de Schiller. Era, efectivamente, la Novena Sinfonía de Beethoven. En el programa estaba anunciada la “participación del autor en la dirección del concierto”. Eso era literalmente imposible. Beethoven estaba completamente sordo. Lo que aconteció fue que el compositor estaba sentado al lado del director, Umlauf, frente a la orquesta y marcaba de vez en cuando el compás para una música que “escuchaba” en su interior, pues no podía oír absolutamente nada. Pero tampoco pudo ver, vuelto de espaldas al público como estaba, el clamoroso aplauso y el entusiasmo desbordante con que fue acogida la obra, hasta que la contralto Ungher lo tomó del brazo, volviéndolo hacia la sala. “Vio el batir de manos y el saludo de pañuelos y sombreros. Entonces se inclinó el maestro. Sin duda, en el entusiasmo había también piedad” (La Guardia). Es, pienso, sin duda uno de los momentos estelares de la Humanidad y extraña que Zweig no lo acogiera en el celebérrimo libro que dedicó a estos.
La conmemoración que glosamos del bicentenario de ese momento estelar fue la que tuvo lugar en el Palau de la Música de Barcelona, el 7 de abril de 2024, y consistió en la interpretación de la Novena por la Franz Schubert Filharmonia, el Cor Madrigal y los solistas vocales Jone Martínez; Tànit Bono, Eamonn Mulhall y Carles Pachon; todos bajo la dirección del titular de la Orquesta, Tomás Grau. Y Beethoven tampoco estuvo del todo ausente esta vez: su gran busto en estuco marmóreo preside desde un lado y en lo alto, entre columnas dóricas y olímpicas nubes, el escenario del Palau.
En ese marco escuchamos una Novena que no estuvo del todo a la altura de la importante ocasión. No faltó comprensión de la partitura por parte de Grau, aunque no siempre profundización en ella, ni buena respuesta a sus exigencias por parte de la orquesta, ni entrega del coro, ni sucumbió el cuarteto vocal a la difícil escritura de su parte. Todo correcto y más que correcto, pero la inspiración no fue profunda. En el Allegro inicial, tras los compases de calculada ambigüedad tonal, Grau condujo la orquesta en vigoroso crescendo hasta la explosión del primer tema, que fija el re menor; en el desarrollo de la exposición se produjeron ciertos desajustes en la orquesta, con alguna vacilación en los unísonos, pero las cuerdas, especialmente las graves, pronto marcaron el adecuado tempo y clima y restablecieron el empaste con la cuerda.
El torbellino sonoro con que empieza el Molto vivace fue resuelto con adecuada agitación: destacaron los timbales al descubierto, si bien su indudable importancia en la partitura no significa necesariamente un punto de exceso en el volumen. Para dirigir el Adagio molto e cantabile, Grau prescindió de la batuta, confiando más bien en sus manos para modelar esa página verdaderamente sublime. Aquí es donde dio lo mejor de sí mismo el director, conduciendo con muy adecuada serenidad el primer tema y cuidando la transición hacia el Andante moderato, que segundos violines y violas cantaron de una manera pastoral.
Y llegamos al larguísimo, complejo y extraordinario Finale. El tremendo ex abrupto con disonancias con que comienza fue atacado con la necesaria energía, casi violencia, pero con un cierto desorden, como ya había pasado en el comienzo de la sinfonía. Potente el recitativo que comienzan violoncelos y contrabajos y bien conducida la expansión de su tema. Una observación anecdótica sobre la disposición del cuarteto vocal: en la partitura no está descrito que el comienzo del cuarto movimiento suceda en ataque súbito que rompa brutalmente con la serenidad del Adagio anterior, pero muchos directores no renuncian al efecto –o efectismo– que así se logra y lo hacen. En ese caso lo solistas vocales deben ocupar sus atriles antes del tercer movimiento. Si se respeta la pausa entre tercer y cuarto movimiento es aquí cuando deben salir y situarse. Lo que no está bien, creo, es que, mientras la orquesta está tocando el final de la parte puramente instrumental, salgan aquellos casi deprisa y corriendo, que es lo que pasó, de manera que por un momento dudábamos de que el barítono tuviera tiempo de calmarse antes de acometer su impresionante recitativo. Lo hizo y lo hizo muy bien, el mejor del cuarteto vocal, aunque soprano y tenor defendieron bien su difícil parte. El Cor Madrigal luchó con la suya, casi siempre con acierto, y algunas veces con agudos que rozaban peligrosamente el grito.
En general fue una conmemoración muy emotiva, acogida con un entusiasmo casi indescriptible por el público que abarrotaba la sala y que, de seguro, mereció la aprobación benévola del Gran Sordo desde su olímpica altura.
José Luis Vidal