BARCELONA / Joshua Bell, concertino, solista y director
Barcelona. Palau de la Música Catalana. 21.3.2023. Franz Schubert Filharmonia; Joshua Bell, violín y director. Obras de Beethoven y Mendelssohn.
A la nómina de virtuosos de un instrumento o de cantantes que abordan, con variada fortuna, la dirección de orquesta hay que añadir el nombre del violinista Joshua Bell, quien dio muestras en Barcelona el pasado día 21 de una llamativa versatilidad, fungiendo desde el primer atril como concertino en la obertura Coriolano de Beethoven, de solista y director en el Concierto para violín y orquesta op. 64 de Mendelssohn y de director en la Séptima de Beethoven. Por si fuera poco, Bell tiene su punto de luthier: en un momento especialmente épico del primer movimiento del concierto de Mendelssohn se le rompió una cuerda del violín: disculpa, sonrisa y rápida carrera a bambalinas, donde con presteza cambió la cuerda. Volvió sonriente y simpático para continuar el concierto allí donde lo había dejado.
Desde el atril de concertino, Bell impulsó una enérgica versión de lo que con justicia se puede considerar “un caballo de batalla de las asociaciones sinfónicas del mundo entero” (Tranchefort). El nervioso primer tema, que caracterizaría el alma orgullosa y fiera del héroe Coriolano fue servido de manera precisa e incisiva por las cuerdas, como también por ellas y las maderas el delicado segundo tema. Muy bien vertidos los tres débiles pizzicatos de las cuerdas con que concluye de forma original la obertura.
El Concierto para volín y orquesta en Mi menor de Mendelssohn, partitura de una maravillosa inspiración, parece pedir, tanto por su naturaleza como por los refinamientos de su estilo concertante, una interpretación sobria. Pero los virtuosos del violín no parecen poder sustraerse a la tentación del lucimiento personal desvirtuando a veces el sentido de la partitura. Joshua Bell parecía perseguir una difícil conciliación de ambas concepciones. Como solista brilló desde la exposición del tema del Allegro inicial, verdadera clave del movimiento ya desde su segundo compás, expuesto con una soltura y ductilidad notables, hasta el desarrollo terminal del Allegro molto vivace final. En todo momento produjo un sonido de una pureza excepcional y desplegó una técnica espectacular. Cierto que derrochó virtuosismo, pero no gratuito, sino al servicio de la concepción que él mismo tenía, como director, de la obra, una concepción fresca y brillante. Si en la interpretación de la cadencia (escrita por Mendessohn) anterior a la reexposición del primer movimiento, Bell impuso ese derroche de virtuosismo, como concertador destacó al entregar la curva melódica final de la cadencia al tutti orquestal con una delicada soltura, o cuidando, al final de la brillante coda, de la transición al segundo movimiento, protagonizada por una sola nota perfectamente tenida por el fagot.
Hasta ahora Bell había usado el arco del violín como una batuta desmesurada y agitada en los momentos en que no tocaba. Pero para dirigir la Séptima de Beethoven, hete aquí que no usó batuta. Eso sí, se arremangó en el sentido literal y literario de la expresión y se arrojó a una enérgica versión, manera que ya había preludiado en su interpretación de Coriolano. Josua Bell dirigió, si atendemos a su gestualidad, de una manera completamente heterodoxa: sus brazos se agitaban como aspas de molino, sus piernas casi bailaban y una fuerte pisada o una atlética flexión daban una certera entrada o marcaban un matiz a una orquesta entregada que sabía interpretar lo que a la vista parecía confuso y lo que por sus resultados sonoros era inteligente y consecuente. Al fin y al cabo Bell podía llamar como abogado de su manera de dirigir nada menos que a Wagner quien, es sabido, se refería a la Séptima como “apoteosis de la danza”. Cuando hubo que serenar y templar, Bell lo hizo con maestría, así en el rítmico tema (dáctilo, espondeo, dáctilo, espondeo etc. ) del Allegretto, o en el sabio fugato desarrollado por las cuatro voces de la cuerda en el mismo movimiento. Nautralmente fue en el Presto (tercer movimiento) y en el Allegro con brio final, donde la enérgica concepción de Bell se manifestó hasta el vértigo. Por momentos temimos, ingenuos, el descarrilamiento, ingenuos porque lo que hemos llamado vértigo estaba regido por un control indudable e interpretado por una orquesta atenta –al director, por supuesto, pero mirándose también unos músicos con otros, concertando ejemplarmente- y dúctil.
José Luis Vidal