BARCELONA / Gala lírica del Liceu: una velada de afortunada trayectoria ascendente
Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 02-V-2024. Gala lírica del 177º aniversario. Lisette Oropesa y Ermonela Jaho, sopranos. Carlos Álvarez, barítono y Javier Camarena, tenor. Orquesta sinfónica del Gran Teatre del Liceu. Director: Sesto Quatrini. Obras de Granados, Gastaldon, Tosti, Moreno Torroba, Refice, Puccini, Cilea, Gounod, Donizetti y Verdi.
Aunque el 177 no es un número redondo, bienvenida fue la celebración del aniversario de un teatro de tanta solera como el Liceo, que en su actual ubicación se abrió al público un 4 de abril de 1847. Para ello se reunió un elenco de voces en el candelero lírico actual con más o menos vinculación con la institución, si bien la dirección musical se confió a un director que debutaba en el coliseo de las Ramblas, el italiano Sesto Quatrini.
Musicalmente todo comenzó como una pista de aterrizaje para solistas y orquesta. Desde el podio Quatrini se afanó en sacar lo mejor del intermezzo de Goyescas, de Granados, intención le puso, pero faltó un discurso más conectivo entre las diferentes familias orquestales. Mucho más acertada su dirección, por firmeza y homogeneidad, en la versión orquestal de “Musica proibita” de Guastaldon, donde Carlos Álvarez, barítono que ha dado grandes noches de gloria al teatro desde su debut en 1996 con Giovanna d’Arco, no mostró ese proverbial brillo y potencia de antaño. El tenor Javier Camarena en la canción de Tosti “Chitarrata abruzzese” con arreglos de Gonzalo Romeu, pareció estar calentando la voz, pues su fraseo fue bastante plano a pesar de su habitual cercanía con el respetable.
Mejoró y mucho el nivel de la gala, hasta entonces algo renqueante, la soprano Lisette Oropesa, a la que hay que agradecerle la inquietud musicológica con la inclusión de la habanera “Madre de mis amores” de la zarzuela estrenada en 1939, Monte Carmelo, de Moreno Torroba. Dicción impecable, frescura y calidez en un centro no muy amplio pero suficiente y unos agudos espectaculares y bien emitidos, supusieron una excelente presentación y sin recurrir a lo trillado. La cadencia de flauta que incluye la pieza permitió a Oropesa interpolar trinos, notas picadas… con notorios guiños a Lucia di Lammermoor y la cabaletta de la reina Margarita de Les huguenots, de Meyerbeer, roles que le son bien familiares. Ermonela Jaho no se quedó atrás mediante una trascendente interpretación de la elegíaca canción “Ombra di nube”, de Licinio Recife, pues la soprano mostró un legato impecable y su consustancial emotivo fraseo.
Los tres fragmentos orquestales pertenecientes a Le Villi, la primera ópera de Puccini –Preludio, “L’abbandono” y “La tregenda”– dieron realce a la orquesta al potenciar Quatrini la brillantez instrumental de maderas y metales, con gran determinación y unos tempi flexibles. Le sucedió un tenso y apagado “Nulla, Silenzio”, arioso de Michele del Tabarro pucciniano, en el que Álvarez no consiguió plasmar del todo la fuerza del celoso y vengativo barquero.
Más verismo, pero menos visceral, con Cilea y su Adriana Lecouvreur, de la que Ermonela Jaho cantó el aria “Io son l’umile ancella” desde el recitativo “Il sultano Amuratte”. Aunque no es una soprano lírico-spinto por cuerpo de la voz, conectó bien con la psique de la actriz. Sin embargo, parecía reservarse. La sospecha se confirmó después junto a Carlos Álvarez, en el dúo “Ora a noi” de Madama Butterfly. El barítono malagueño sacó el arsenal de sus dotes actorales en la lectura de la fatal carta que anuncia el abandono y Jaho finalmente explotó con una hiperemotiva Cio-Cio-San. El movimiento escénico fue tan convincente, con ella trayendo imaginariamente al hijo y cantando arrodillada junto al podio, que logró conmover al teatro entero. La soprano albanesa lo acostumbra a dar todo y no importó que fuera una gala, formato menos presto al desmelene, pues alcanzó tal clímax dramático que propició esa merecidísima ovación.
La segunda parte comenzó con Lisette Oropesa y Javier Camarena cantando arias del Roméo et Juliette, de Gounod. La soprano de ascendencia cubana despachó con brillantez el aria de las joyas y el tenor mexicano, a pesar de ciertos trucos en las notas de paso a la zona más aguda para asegurar unos lucidos y firmes agudos conclusivos de “Ah, lève toi, soleil”, coronó con ese efectismo su actuación. En el dúo “Caro elisir, sei mio” del donizettiano Elisir d’amore, ambos mostraron una comicidad mejor asentada técnicamente en el caso de Camarena, aunque Oropesa supo a poco, dado que tiene calidad y poderío de sobra para piezas de mayor lucimiento.
Quatrini ejemplificó el dominio del tempo rubato en una fluida y potente en volumen obertura de Luisa Miller, que fue el pórtico a mayores emociones. Álvarez estuvo más animado y cómodo en el fraseo del monólogo de Falstaff “Ehi! Taverniere”. Luego, Camarena cantó el aria de Alfredo de La traviata, “Lunge da lei… De’ miei bollenti spiriti” con facilidad si bien fue en la a menudo omitida cabaletta “O mio rimorso” donde se despidió a lo grande mediante un Do4 pletórico. Se diría que estaba esperando a dicho momento para desquitarse de la tensión y apretura arriba de sus anteriores intervenciones.
Ya solo quedaba Ermonela Jaho para vaciarse anímicamente del todo y ganarse de nuevo otra gran ovación en “Addio del passato” con las dos estrofas compuestas por Verdi y que estaban extrañamente anunciadas en el programa como si se tratase de una novedad. Jaho dio otra suprema lección de expresividad en las sfumature, sin problema alguno de emisión en forte o con exquisitos pianísimos. Gracias a ese fraseo sobrecogedor ejemplificó la vigencia de la dramaturgia verdiana, esa parola scenica en la que canto e interpretación se funden, para conmover hasta la médula al público que abarrotó el Liceo.
El brindis de La traviata a cuatro voces fue el colofón a una gala de afortunada trayectoria ascendente, que dejó sin embargo a muchos espectadores con ganas de más pastel de cumpleaños, a pesar de que los cantantes ya lo habían dado todo.
Josep Subirá
(fotos: Sergi Panizo)