BARCELONA / Desangelada ‘Bohème’ en la banlieue

Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 14-VI-2021. Puccini, La Bohème. Anita Hartig, Atalla Ayan, Valentina Naforniţa, Roberto de Candia, Toni Marsol, Goderdzi Janelidze, Roberto Accurso. Veus-Cor Infantil Amics de la Unió. Cor de Cambra del Palau. Coro y Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu. Director Musical: Gianpaolo Bisanti. Director de escena: Àlex Ollé.
Si en una función de La Bohème no hay cantantes capaces de transmitir con fuerza la emoción y el lirismo de Giacomo Puccini, un maestro que teatraliza las emociones con admirable inspiración musical y certero instinto teatral, mal asunto. Y la emoción pucciniana brilló por su ausencia en el regreso de la popular ópera al Gran Teatre del Liceu, en un montaje del director de escena catalán Àlex Ollé, de La Fura dels Baus, estrenado en 2016 en el Teatro Regio de Turín para celebrar los 120 años del estreno mundial de La Bohème, en ese mismo escenario, bajo la dirección de Arturo Toscanini.
Ollé traslada la acción del Barrio Latino del París de 1830 del libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, a la banlieue como espejo de cualquier otro barrio periférico de una gran ciudad en la actualidad. El montaje, dirigido por Gianpaolo Bisanti con buen sentido pucciniano, pero con problemas de equilibrio en el foso —situar la percusión en los palcos del proscenio no ayuda precisamente a la cohesión y el refinamiento orquestal— cosechó aplausos poco entusiastas y sonoros abucheos dirigidos al equipo escénico, cuando lo más decepcionante de la velada fue la grisura vocal del reparto, uno de los más grises de las últimas décadas en el coliseo de la Rambla.
Teatralmente, el montaje es espectacular, con una gigantesca escenografía de Alfons Flores —algo habitual en las propuestas ‘fureras’— que recrea con todo lujo de detalles la vida cotidiana de los jóvenes bohemios en los minúsculos habitáculos de un gran bloque de pisos que llena el escenario liceísta. El equipo técnico del teatro se ha dejado la piel levantando una estructura monumental que refleja lo que pasa dentro y fuera de los pisos, creando un paisaje urbano reconocible, cargado de ventanas iluminadas, aparatos de aire acondicionado y escaleras.
Cambia la época, pero, curiosamente, Ollé plasma con una mirada contemporánea las penas y alegrías de unos jóvenes artistas con poco dinero, ganas de fiesta y muchas ilusiones en juego, lo que no está tan lejos de las Escenas de la vida bohemia, el folletín de Henri Murger que inspira el libreto. La iluminación de Urs Schönenbaum crea momentos mágicos en el encuentro de Mimì y Rodolfo, con un apagón que dio atmósfera poética a la escena.
El paisaje urbano, multicolor y multiétnico, en el segundo acto es perfectamente reconocible. Manteros que colocan sus mercancías en el suelo y salen de estampida cuando aparece la policía, turistas, lateros, el preceptivo grupo de niños en busca de globos y golosinas y, como broche final, un desfile de majorettes. Más cruda es la miseria en el degradado espacio del tercer acto, por el que transitan policías, basureros, prostitutas, borrachos y sin techo. Se entiende el cabreo de muchos aficionados ante el radical baño de modernidad, pero ese cambio de época no deja de ser pura anécdota. En sus escenas literarias, Murger tranquilizaba la conciencia burguesa con un retrato de época moralizante y, al fin, inofensivo. Quién busque una crítica más dura y veraz de la sociedad del París de finales del siglo XIX la encontrará en Flaubert y Zola —la protagonista de Nana muere, por cierto, de viruela—. Puccini busca en Murger el decorado social útil para pintar los sentimientos de los personajes en un retrato de la juventud perdida que es pura apoteosis del melodrama. Pero sin voces a la altura del empeño, nada funciona.
Los puntuales y brevísimos aplausos al término de algunas arias —en otras, el silencio fue sepulcral— evidenciaron el poco entusiasmo ante el rendimiento del primer reparto en el estreno liceísta de un montaje que tras Turín se ha visto en Edimburgo y Roma. Ollé, por cierto, no pudo asistir al evento al encontrarse en Tokio (le adelantaron el viaje por la pandemia para cumplir las medidas sanitarias previas a los ensayos de un nuevo montaje de Carmen que se estrena el 3 de julio), y en el turno de saludos se llevaron la bronca de parte del público Susana Gómez, codirectora del montaje, y el resto del equipo escénico.
Gianpaolo Bisanti aseguró la concertación a pesar de los problemas logísticos en el foso, perfilando con bellos matices el caudal melódico y la riqueza de la magistral orquestación. La orquesta de Puccini exige más volumen e intensidad a las voces del que mostraron la soprano Anita Hartig, una Mimì musical, pero sin el relieve y la fuerza lírica que pide el papel, y el tenor Atalla Ayan, Rodolfo de bello color, pero muy limitado: la voz no corre y los agudos se desvanecen ante el empuje orquestal. La soprano Valentina Naforniţa, la más aplaudida del reparto, brilló como actriz en el retrato de una Musetta procaz e histriónica, pero de agudos estridente. El barítono Roberto de Candia no pasó de discreto como sonoro Marcello, mientras que su colega Toni Marsol fue un Schaunard muy bien resuelto como actor, pero menos audible. El bajo Goderdzi Janelidze, que no recibió ni un aplauso tras la emotiva Vecchia zimarra, y el barítono Roberto Accurso, eficaz Benoît y Alcindoro, completaron el fallido elenco. Funcionaron bien los coros, con buen rendimiento de Veus-Cor Infantils Amics de la Unió, el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana y el coro del Liceu.
Javier Pérez Senz
(Foto: David Ruano)
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