ATIENZA / ‘El concierto de los violines’ llevó la música del siglo XVI a la España vacía

Atienza (Guadalajara). Iglesia de la Santísima Trinidad. 12-VIII-2023. Luis Venegas de Henestrosa y su Libro de cifra nueva. Obras de A. Cabezón, A. Mudarra, F. Soto, T. Crecquillon P. De Pastrana y anónimas. El concierto de los violines (Soko Yoshida, tiple; Alba Encinas, alto; David Alonso, tenor; Carlos Leal, bajo y dir.)
A veces se produce un milagro musical, como poder escuchar en un hermoso templo de la España vacía (más llena en estos días veraniegos) la música recopilada por Luis Venegas de Henestrosa en una interpretación de muchos quilates. Fue posible gracias a la colaboración entre la Diputación Provincial de Guadalajara, en el marco de su programa Escenarios monumentales, y la Cofradía de la Santísima Trinidad (La Caballada) de Atienza, documentada ya en el siglo XII y aún en activo. El recinto que acogió el concierto fue la antigua parroquia de la Santísima Trinidad, matriz de la citada cofradía, también del siglo XII y reconstruida en el XVI tras el incendio de la villa provocado por Juan II (guerras de los infantes de Aragón). Los artífices del milagro fueron cuatro jóvenes y excelentes músicos formados en la Schola Cantorum Basiliensis, que conforman El concierto de los violines bajo la dirección del inquieto arriacense Carlos Leal, desde hace algún tiempo empeñado en la recuperación y difusión de la música de, entre otros, Henestrosa.
Luis Venegas de Henestrosa, como es sabido, constituye un peculiar caso en la vida musical española del Renacimiento. Clérigo sevillano (de Écija) nacido en torno a 1510, formó parte de la familia eclesiástica del cardenal Tavera hasta el fallecimiento de éste (1545), tras lo que desempeñó el curato de la parroquia de Taracena, pequeña aldea próxima a Guadalajara, donde falleció y fue inhumado (1570). Su lápida sepulcral, por cierto, fue recientemente rescatada de un vertedero y convenientemente restaurada, junto con la de Hernando de la Parra, primer titular de la capellanía que aquél fundó en su parroquia. Su única, pero importante, contribución a la música española fue el Libro de cifra nueva para tecla, harpa y vihuela (Alcalá de Henares, 1557) en el que transcribe unas 140 obras de diversos autores españoles y foráneos -¿alguna propia también?- según un pionero sistema en que cada nota se identificaba con una cifra (del 1 al 7), método que consideró muy apropiado para el aprendizaje de organistas y otros músicos litúrgicos y que estaría vigente en el mundo hispánico durante dos siglos largos, sobre todo, para instrumentos de teclado y arpa.
El concierto se estructuró en cuatro partes, con las obras -una representativa selección de las recogidas en el Libro de cifra– agrupadas por sus tonos o modos. Todas fueron instrumentales, excepto el Pange lingua de Antonio de Cabezón, ofrecido en su versión vocal y fragmentado entre piezas instrumentales.
El procedimiento seguido por El concierto de los violines fue, en cierto modo, el inverso del llevado a cabo por Venegas de Henestrosa. Si él transcribió para tecla, vihuela o arpa obras, en principio, polifónicas, ellos partieron de sus cifras para adaptarlas a un consort de violines. El procedimiento está amparado en fuentes coetáneas (Hernando de Cabezón, hijo del gran Antonio, animaba a los “curiosos ministriles” a ponerlo en práctica con obras suyas publicadas en cifra, por ejemplo) pero sobre todo queda sobradamente justificado por los espléndidos resultados. La conjunción de solvencia técnica, adecuación estilística, sensibilidad y musicalidad de los cuatro instrumentistas, hizo que la música brotara con idiomática naturalidad y que en el marco del interior tardo-gótico del templo, con buena acústica, adquiriera una dimensión cuasi-mágica, calando en un público, en general, no habituado a escuchar este tipo de música. Permítanme concluir con una breve reflexión -si les parece perogrullada, perdónenme-: divulgar no significa mixtificar ni adulterar, sino ofrecer música de calidad en una interpretación igualmente de calidad.
Manuel M. Martín Galán