ARANJUEZ / Un Monteverdi sin luminosidad sureña
Aranjuez. Capilla del Palacio Real. 4-V-2019. Collegium Vocale Gent. Director: Philippe Herreweghe. Madrigales de Claudio Monteverdi.
Eduardo Torrico
No hay un Monteverdi, sino dos. Uno es el que hacen los italianos y algunos meridionales (como los franceses François Lasserre y Vincent Dumestre, o los argentinos Leonardo García Alarcón y Gabriel Garrido) y otro es el que se hace en el centro y norte de Europa. Por supuesto, puede haber excepciones (seguramente lo será el belga Nicholas Achten el día que se meta a fondo con la música del compositor cremonés; sus resultados con Caccini o Mazzochi así lo presagian). Quien esté acostumbrado a ese primer Monteverdi es difícil que quede conmovido con el segundo, por mucho que quienes lo firmen sean nombres tan insignes como John Eliot Gardiner, William Christie, Harry Christophers, René Jacobs o Philippe Herreweghe.
Herreweghe ha sido el encargado de inaugurar la XXVI edición del Festival de Música Antigua de Aranjuez, con un ambicioso programa monteverdiano que incluía madrigales de los ocho Libros y de los Scherzi musicali. Su Monteverdi es un Monteverdi muy particular; no defrauda, pero dista mucho de la luminosidad sureña que demanda esta música. En Aranjuez la cosa empeoró debido a dos circunstancias: un programa poco rodado (era el segundo concierto de una gira de ocho que comenzó el sábado en Ámsterdam y que hoy continuará en Úbeda) y la complicadísima acústica de la capilla del Palacio Real, que llega a desquiciar al más pintado.
En los primeros momentos del concierto, los cantantes estuvieron desacompasados y el bajo continuo, bastante perdido. Supongo que en ese desacompasamiento vocal tuvo que ver la amalgama de nacionalidades: una soprano italiana (Monica Piccinini, que se unió al proyecto muy a última hora, al causar baja la anunciada soprano checa Hana Blaziková), una soprano coreano-norteamericana nacida y formada en Japón (Kristen Witmer), un contratenenor inglés (Benedict Hymas), un tenor también inglés (Guy Cutting), un tenor belga (Tore Tom Denys) y un barítono alemán (Wolf Mattias Friedrich). Salvo en el caso de este último, totalmente fuera de estilo y con una emisión sucia y fea, el resto demostró su alto nivel (sobre todo, Denys), pero también evidenció falta de compenetración.
Instrumentalmente, la cosa no funcionó mucho mejor, salvo en el caso de los dos violines, el siempre magnífico Bojan Cicic (que hasta se permitió el lujo de tocar como se tocaba en la época de Monteverdi: con el violín apoyado en la clavícula y con un arco diminuto) y la no menos brillante Anaïs Chen, que estuvieron espléndidos. Faltó, en mi opinión, que en algunos pasajes que lo pedían a gritos los dos violines doblaran las voces (por ejemplo, en el bello Si dolce è il tormento que cantó Piccinini), pero eso ya no era decisión suya, sino de quien dirigía. El bajo continuo (Thomas Boysen, a la tiorba y a la guitarra; Ageet Zweistra, al violonchelo, y Joe Carver, al violone) fue mejorando a medida que avanzaba la velada, salvo en el caso de Bart Naessens (clave), que estuvo todo el tiempo más perdido que el barco del arroz, que diría un andaluz.
La selección de las obras fue de lo más variada, de tal forma que se escucharon madrigales a seis voces, a cinco, a tres, a dos (lo mejor de todo el concierto, con mucha diferencia, el Interrotte speranze del Séptimo libro cantada magistralmente por Denys y Cutting) y a una; con acompañamiento del tutti instrumental, con acompañamiento solo del bajo continuo o a cappella… Los hubo patéticos (Poi che del mio dolore del Cuarto libro o el Lamento d’Arianna del Sexto libro) y los hubo jocundos (Chiome d’oro, bel tesoro del Séptimo libro). Pero tal diversidad no fue suficiente para que el concierto terminara de levantar el vuelo.