ARANJUEZ / Profumo di donna
Aranjuez. Capilla del Palacio Real. 9-VI-2019. Mariví Blasco, soprano. Speculum. Director y flautas históricas: Ernesto Schmied. Obras de Ana Bolena, Isabella Leonarda, Lucia Quinciani, Claudia Sessa, Julie Pinel, Madame Rochette, Élisabeth Jacquet de la Guerre, Barbara Strozzi, Elizabeth Turner, Anna Bon di Venezia y Francesca Caccini.
Que las mujeres lo tuvieron bien complicado para componer música hasta ya bien entrado el siglo XVIII lo demuestra un hecho: en España, durante todo el Renacimiento y casi todo el Barroco, solo hay constancia de una obra compuesta por una mujer: Conditor alme, de la monja —probablemente abulense— Gracia Batista, para voz con acompañamiento de teclado, publicada en 1557 en el Libro de cifra nueva para tecla, arpa y vihuela de Luis Venegas de Henestrosa. Se trata, al mismo tiempo, de la primera composición de una fémina publicada en Europa (y quien dice Europa, claro, dice el mundo entero). Bien es verdad que en España hemos sido siempre más papistas que el Papa y que aquí se llevo a rajatabla el edicto promulgado en 1686 por Inocencio XI, según el cual se prohibía a las mujeres aprender música o tocar algún instrumento, con el pretexto de que “la música es totalmente dañina para la modestia que corresponde al sexo femenino, porque se distrae de las funciones y las ocupaciones que le corresponden” (por si no queríamos caldo, dos tazas: el edicto fue renovado en 1703 por Clemente XI). Afortunadamente, en otras partes de Europa no se aplicó con tanto rigor el edicto y en Italia hicieron con frecuencia la vista gorda.
Principalmente en la Europa católica, pero también la protestante (recordemos que en algunas zonas de Alemania no estaba permitido que las mujeres cantaran en las iglesias, razón por la cual las voces sopranos eran encomendadas a niños), solo había tres vías para que las mujeres accedieran a componer música: pertenecer a una familia de la realeza o de la nobleza, profesar votos religiosos o ser hija de algún reputado músico. Por ejemplo, Francesca Caccini, Élisabeth Jacquet de la Guerre o Anna Bon di Venezia fueron hijas de compositores; Isabella Leonarda pertenecía a una familia noble piamontesa y, además, a los 16 años ingresó en un convento, en el que estuvo ya el resto de sus días; y Anne Boleyn (o, si lo prefieren, Ana Bolena, que así se le ha conocido siempre por estos pagos), ¡ay!, fue reina consorte de Inglaterra hasta que ese energúmeno vesánico llamado Enrique VIII no tuvo mejor ocurrencia que ordenar que le cortaran la cabeza.
Pero, realmente, ¿fue compositora Ana Bolena? Pues debió de serlo tanto como lo fue el zumbado de su marido, al que con suma generosidad se le atribuye un considerable puñado de obras (entre ellas, la celebérrima Green Leaves). Dicen que Ana Bolena, que era una dama ilustrada, tocaba el laúd y componía, y que el día antes de su decapitación compuso en su celda de la Torre de Londres el lamento O Death Rock Me Asleep, con el que se despedía de este mundo cruel. La adjudicación popular está ahí, pero, desde luego, se non è vero, è ben trovato.
Barbara Strozzi, probablemente la mejor de todas ellas (con permiso de Jacquet de la Guerre) no entraba en ninguna de las tres categorías antes descritas, pero… casi. Era hija bastarda del poeta veneciano Giulio Strozzi, autor de muchos de los libretos de ópera más celebrados de aquel tiempo. Barbara no descendía de un compositor, pero sí de un libretista de ópera, que para el caso es lo mismo.
Jamás, en los incontable conciertos de música antigua a los que he tenido la fortuna (o la desdicha) de asistir me había topado con un programa confeccionado exclusivamente con obras de compositoras (no me refiero a monográficos, que de Strozzi o de De la Guerre me he chupado cuantos). Buena iniciativa, por tanto, la del Festiva de Aranjuez de reunir a algunas de aquellas ilustres y tenaces damas que lucharon contra viento y marea para poder componer música. Desde la mencionada Ana Bolena (con su famoso lamento) hasta Anna Bon di Venezia, que ya estaba en los albores del Clasicismo, en la Capilla del Palacio Real arancetano pudieron escucharse obras de las ya mencionadas y bien conocidas Barbara Strozzi, Francesca Caccini, Isabella Leonarda y Élisabeth Jacquet de la Guerre, de las no tan conocidas Julie Pinel y Elizabeth Turner, y de las absolutamente desconocidas Lucia Quinciani y Claudia Sessa, de las que, al parecer, solo se conserva una obra por testa (las dos que, obviamente, sonaron aquí). Se incluyó, asimismo, una chacona de un enigmático personaje, Madame Rochette. Pero fuera quien fuera ella, lo que está claro es que no fue compositora, sino recopiladora (al estilo de Antonio Martín y Coll o de Antonio de Tejada); ‘su’ obra en realidad es una pieza para viola da gamba de Louis de Caix d’Hervelois, arreglada para esta ocasión por la violagambista María Alejandra Saturno y por el laudista Ramiro Morales.
Saturno y Morales formaban parte de Speculum, el grupo que dirige Ernesto Schmied (flautas de pico), con el que colaboraba en este concierto la soprano Mariví Blasco, una de las voces españolas más cualificadas para hacer Seicento italiano. En el ramillete de obras seleccionadas hubo de todo, desde las maravillosas Che si può fare o Udite amanti de Barbara de Strozzi, o la deliciosa cantantilla Rossignol vous chantez les doucers du printems de Julie Pinel, hasta otras de calidad considerablemente inferior. Schmied tuvo el acierto de incluir algunas de las piezas vocales entre los movimientos de las sonatas de Jacquet de la Guerre, Leonarda y Bon di Venezia. Eso le dio una variedad aún mayor a un programa bien ideado, bien estructurado y, sobre todo, bien ejecutado. Fue un homenaje a esas mujeres “desapercibidas” (como indicaba el programa) que se empeñaron en hacer música. Y que lo consiguieron. Fue, recurriendo al título de la película que dirigiera en 1974 Dino Risi (con el irrepetible Vittorio Gassman de protagonista), un concierto lleno de profumo di donna.