Arabella y las incertidumbres (I)
Representantes de varios pueblos del Imperio austriaco (que aún no es austrohúngaro, pero le falta poco, estamos al parecer en 1866) se dan cita y se mezclan en Arabella, una inspiración de Hofmannsthal, la última que usa Strauss de él, porque el poeta muere en 1929 y, además, los tiempos cambian desde lo siniestro a lo infernal.
Representantes de varios pueblos del Imperio, decíamos. Esos pueblos a los que se dirigió el emperador Francisco José al entrar en guerra, verano de 1914: “¡A mis pueblos…!”.
La perspectiva nos engaña. Eso no podía durar, dicen, una mezcla así no podía mantenerse, aseguran muchos. No, no se dejen llevar por el malhadado principio de las nacionalidades, que permitió a la creciente potencia de Estados Unidos dividir a Europa en pequeñas parcelitas con bandera y banda de música. ¡Qué gran hazaña, terminar con el Imperio austrohúngaro! Podría haber dejado de ser Imperio y convertirse en república federal de… No sé, algo así. Como reclamó hace años François Feijtö, (Réquiem por un imperio difunto) una derrota no supone que te desmiembren el país. El país ha perdido la guerra, pero el país debería seguir. Se dice que los nacionalistas engañaron a Wilson. Wilson se engañaba a sí mismo para poder mentir mejor: Europa, mejor en pedacitos.
Un mosaico de once pueblos, cada uno con su lengua (casi siempre en proceso de normalización, sin unidad), con territorios entreverados, y uno de esos pueblos no tiene territorio, ni siquiera medio definido o mezclado con otros; son los judíos.
Cuando Strauss y Hofmannsthal estrenan El caballero de la rosa se acaba de morir el guapo Karl, el alcalde de Viena, el antisemita que fue alma del Partido Socialcristiano: social porque los que le votaban eran parte del pueblo de Viena, y los halagaba; cristiano porque ¿hay algo más cristiano que odiar a los judíos? En rigor, ¿hay algo más sorprendente que odiar a los judíos por dos razones opuestas? Estas supuestas razones son: una, los judíos son plutócratas, millonarios que chupan la sangre del pueblo y la convierten en dinero; dos, los judíos son pobres y piojosos, no hay más que verlos en la aldea, en el shtetl. Necesitan tanto odiar que esta contradicción insoluble no les arredra. A finales de siglo, el emperador Franz Joseph se negó a refrendar la elección de Karl Lüger como alcalde de Viena, pero tuvo que ceder al final. Es doloroso que sea alcalde de cualquier parte, y en especial de Viena, alguien que tiene como divisa luchar aplastar a los judíos, excluirlos, expulsarlos. ¿Cómo va a aceptar eso el emperador, cómo va a transigir con que uno de sus pueblos quiera destruir a otro pueblo suyo?
Lüger muere en 1910, pero la semilla ha fructificado. El siniestro partido socialcristiano será ejemplo para otros (la amalgama de la CEDA en la frágil II República española, una CEDA entre Maurras y Lüger, vivero sin saberlo de camisas azules) y dará mucho de sí con su criatura, el Partido Nacionalsocialista, hijo de varios padres, no solo del partido del desdichado canciller Dollfuss (disculpen los saltos temporales, al fin y al cabo están ya plenamente aceptados en el lenguaje cinematográfico): Francisco José vacila en 1895 ante Lüger; los nazis no vacilan en 1934, asesinan a Dollfuss, ya cumplió su cometido aplastando a los rojos. Por cierto, poco antes de la tragedia austriaca de 1934 se había estrenado Arabella en Dresde, Viena, Berlín y Hamburgo.
Hofmannsthal había muerto en el verano de 1929, dos días después del suicidio de su hijo (eso lo acabó de matar) así que se perdió todo este jaleo: la llegada al poder de los nazis y el deterioro mayor del periodo de entreguerras (conoció el menor, que a los contemporáneos les pareció insufrible, insuperable). Su hermosa invención de la Viena (y castillos alrededor) del siglo XVIII, en pleno reinado de María Teresa, no solo era una idealización, era una comedia bella, brillante, y también un decorado para ocultar un mundo oscuro que apenas asoma en las escenas de la posada: la miseria, los pobres, los siervos. Es sabido que esa comedia inventa unas cuantas cosas, además de la atmósfera linda y falsa: la costumbre de la rosa, los valses vienes que aún no se bailaban en Viena (ese ritmo tripartito era cosa de campesinos, de paletos), la costumbre de emparentar un aristócrata venido a menos con una chiquilla de la burguesía (poco visible esta clase en el XVIII), que más o menos sería la norma en el siglo siguiente; creo que es Ilse Barea la que lo cuenta en su libro Viena, leyenda y realidad, y seguramente más historiadores y ensayistas. En cualquier caso, qué lejos quedaba aquello. No aquella Viena de La Mariscala, Oktavian y Sophie, sino la posibilidad de imaginar algo así ahora. Vendrán los groseros inventos de idilios en el cine de los años posteriores a enero de 1933, pero nada igual, ni de lejos. Justo antes, hacia 1928 y urgido por Strauss, husmea Hofmannsthal en sus viejos papeles, logra inspiraciones ahí, y pergeña la historia de la joven Arabella, una mujer que, como se ha dicho, no es Sophie, y tampoco puede ser del todo la Mariscala, le faltan edad, pedigrí y matrimonio. Pero esta historia de Arabella y su familia se supone que es un contra retrato de lo que festejaba El caballero de la rosa. Veremos.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Javier del Real / Teatro Real)