Aquella irrepetible generación
El nivel que alcanzan hoy la mayor parte de los profesionales que se dedican a la música antigua era algo que, ni por lo más remoto, podríamos haber imaginado los que en la década de los 70 empezamos a seguir con entusiasmo los balbucientes pasos del movimiento historicista. Sin embargo, hay algo que, en mi opinión, todavía no ha sido superado: las prodigiosas voces de un grupo de angloparlantes que prácticamente acapararon las grabaciones discográficas que se hicieron en aquellos apasionantes años. Sopranos como Emma Kirkby [en la foto], Patrizia Kwella, Lynne Dawson, Emily van Evera, Nancy Argenta, Gillian Fisher, Judith Nelson, Catherine Bott o Jennifer Smith —que, en realidad, nació en Portugal, aunque de origen británico—; mezzos como Carolyn Watkinson o Della Jones; contratenores como James Bowman, Paul Easwood, Ashley Stafford o Michael Chance; tenores como Ian Partridge, Rogers Covey-Crump, John Elwes, John Potter o John Mark Ainsley, y bajos o barítonos como Paul Hillier, David Thomas, Alastair Miles o Stephen Varcoe… Por suerte, varios de ellos siguen todavía activos, aunque sus voces disten mucho de ser lo que fueron. Me dejo, claro, nombres en el tintero —algunos, de manera deliberada—, pero no es ese el caso de dos tenores que son el epítome de aquella irrepetible generación: Anthony Rolfe Johnson y Paul Elliott. No habrá nadie como ellos dos. O, si los llega a haber, será dentro de muchos siglos.
Rolfe Johnson trabajó —fundamentalmente, Haendel— con los tres grandes directores ingleses que en aquellos años se dedicaban a explotar el inagotable filón del Barroco: John Eliot Gardiner, Trevor Pinnock y Christopher Hogwood. No es un dato baladí, porque, por lo general, el que gustaba a un director, ya no gustaba a otro. Emma Kirkby fue también una excepción dentro de aquella exclusiva regla, como también lo fue James Bowman, aunque es cierto que las colaboraciones de este contratenor con Gardiner fueron más bien contadas (jamás se supo si fue Bowman el que no aguantaba el carácter de Gardiner o si fue Gardiner el que prefería voces de mucho menos fuste que la de Bowman, como las de los insípidos Derek Lee Ragin y Jonathan Peter Kenny).
Lamentablemente, Rolfe Johnson nos dejó muy pronto: falleció en 2010, a los 70 años, pero su carrera ya había empezado a declinar mucho antes, a principios de los 90, por culpa de la enfermedad de Alzheimer. Él mismo sabía que ya nunca sería capaz de cantar con normalidad, aunque lo siguió intentando: el mencionado Gardiner contaba la anécdota de que, al final de una representación de Idomeneo —Rolfe Johnson era un consumado mozartiano—, el tenor comenzó a llorar como un niño al comprobar que había sido capaz cumplir en esa cita con lo que se esperaba de él. Pero aquello fue, por desgracia, un espejismo.
El nombre de Paul Elliott ha estado machaconamente repitiéndose en mi memoria en las últimas semanas tras el fallecimiento del fagotista Michael McCraw. Elliot dejó de frecuentar los escenarios también pronto, para centrarse en la docencia. Hasta su jubilación, en 2014, trabajó (junto al citado McCraw, la clavecinista Elisabeth Wright, el laudista Nigel North y su propia esposa, la violagambista Wendy Gillespie) en el Instituto de Música Antigua de la Universidad de Indiana (Bloomington), convirtiendo a dicho instituto en un centro de referencia mundial, a pesar de la escasa tradición que tiene Estados Unidos en la docencia de esta especialidad. Elliott poseía (posee aún, por suerte) una voz etérea y cristalina, que llegó a ser única en su especie. Sin caer en el tópico, una voz realmente angelical. En una de esas votaciones que se hacen de vez en cuando para designar al mejor en tal o en cual cosa (sobre todo, cuando llegan las Navidades y los medios de comunicación no tienen muchas noticias interesantes que publicar), Paul Elliott fue designado hace unos años como el “Mejor cantante del siglo XX” (dentro del repertorio antiguo, se entiende). El mérito de esa votación es que no había sido hecha por aficionados ni por críticos especializados, sino por sus propios compañeros de profesión.
Recientemente, para mi sorpresa, comprobé que Elliott, a pesar de estar jubilado (pasa la mitad del año en su casa de Bloomington y la otra mitad, en un apartamento que tiene en Niza, en la Costa Azul), sigue haciendo de vez en cuando algún ‘bolo’ por amor al arte y que su voz continúa inmaculada. En este vídeo, tomado hace tres años, se puede ver la visita que Elliott realizó a La Compagnia del Madrigale mientras el grupo italiano grababa un disco con madrigales de Giaches de Wert. Elliott almorzó con los componentes de La Compagnia del Madrigale (resulta impagable observar al bajo Daniele Carnovich cortando un jamón ibérico español, a buen seguro llevado desde Guipúzcoa) y después se animó a interpretar un madrigal con ellos.
Eduardo Torrico
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