Apostilla
En el número 391 de esta revista aparecía un texto magistral de José Luis Téllez acerca de cómo se constituye una identidad por medio de tres factores: el espacio, el sonido y la memoria. Esta última selecciona los elementos que permiten construir un relato en el cual la música interviene de manera decisiva. La música recuerda tanto como inventa. Todos los relatos que los seres humanos venimos construyendo desde siempre cuentan este proceso. En las narraciones hay una fluencia. En tanto, ella se inmoviliza en la arquitectura. Los matices diferenciales son eficaces porque un edificio está inmóvil y trabaja por la utilidad. El hombre lo habita, lo tiene como sitio de trabajo, lo exhibe como emblema del poder, celebra allí sus cultos. En la letra, en cambio, hay fluencia y su modelo es el discurso fluido, fugaz, instantáneo y recurrente. Es la música.
La música, que no sirve como herramienta, es el mundo de la libertad por excelencia. No construye habitaciones, ni oficinas, ni templos, ni cuarteles, ni prisiones, ni fábricas. Tampoco tiene que presentar significados como fatalmente ha de hacerlo la palabra. Es, si se quiere, y con todo el énfasis afectivo que se quiera, la libertad absoluta, que se funda a sí misma y consigue cuanto desea colmar de sentido. Si hay un lugar para la vivencia de nuestros cuerpos, es musical. Para quienes crean en el alma, es el alma de quien sigue vivo.
La maestría de Téllez me lleva a lo dicho por otro maestro, el Thomas Mann de La montaña mágica (capítulo séptimo, apartado Paseo por la playa): “La narración como la música, se colma en el tiempo, se vacía, se parte, a veces se hace y se deshace, se disuelve y es”. Al igual que la vida, se ensaya, se intenta en cada momento del tiempo. Es un secreto del tiempo, su forma misteriosa como la define un poeta confesamente sordo a ella, Jorge Luis Borges. En esta envoltura enigmática que se torna visible partitura y resuena al ejecutarse, vibra el tiempo terrenal de la vida. Por eso la narración toma de la música su tiempo imaginario. En él, la mecánica del reloj se flexibiliza y el transcurrir espacial de las agujas vuelve, transcurre pero no pasa, se ensancha y se comprime, se repite, retorna y siempre es única. Diez minutos de una invención de Bach son mucho más tiempo imaginario que diez minutos de un vals de Strauss. Quien lo probó, lo sabe. Quiero decir que sabe cómo se narra la identidad de la vida de cada uno de nosotros.
Blas Matamoro
1 comentarios para “Apostilla”
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