Antes del streaming
Hace ya muchos años, cuando acudíamos a las veladas musicales en casa de Juan Benet, casi siempre dedicadas a las últimas sonatas de Schubert, llegaba un momento en que el exceso de alcohol y el cansancio tras horas y más horas de atenta escucha al narcótico comienzo de la D 960, nos tumbaba semiinconscientes por los sofás. Era el momento elegido por el maestro para su célebre imitación del conde Tolstói en Yásnaia Poliana cuando sonaba el trío de Chaikovski. Benet lograba dar una impresión exacta del piano, el chelo y el violín, pero la melodía quedaba interrumpida por unos tremendos jipidos, berreos y llantos desgarradores porque, decía, Tolstoi nunca permitió que nadie oyera el trío siendo así que se echaba a llorar del modo más escandaloso desde el primer compás.
Siempre había creído que Benet exageraba mesándose las larguísimas barbas blancas empapadas de lágrimas y mocos, pero hete aquí que acabo de leer un librito que lo corrobora con toda certeza. Es el tercer volumen de “Así era Tolstói”, subtitulado “Tolstói y la música” (Acantilado), se cuenta la apasionada relación del gran ruso y el arte sonoro. Y lo confirma con toda exactitud: a Tolstói la música le apretaba el corazón y no podía contener las lágrimas. Aquello le tenía intrigado. “La música no actúa ni sobre la inteligencia ni sobre la imaginación”, escribía en 1906. “Cuando escucho música, no pienso en nada ni imagino nada, pero un curioso sentimiento de dulzura embarga mi alma hasta tal punto que pierdo conciencia de mi propia existencia. Ese sentimiento es un recuerdo. Pero ¿un recuerdo de qué?”. Y remata con una frase a mi entender gloriosa: “Parecería que uno se acuerda de algo que nunca ocurrió”. La música como recuerdo de algo que nunca ocurrió, pero que quizás habría debido suceder, es una estupenda descripción de buena parte de la emoción musical.
Tolstói no era un aficionado cualquiera, tuvo una formación musical seria y en su aldea de Yásnaia Poliana, casi todo el año cercada por la nieve, solía tener músicos invitados que interpretaban para él y su familia. A veces él mismo participaba. Su pasión era sincera: en las escuelas de la aldea (y en sus propiedades) impuso la enseñanza de la música para los escolares. Solía sentarse al piano hasta cuatro horas diarias. Sus favoritas eran las sonatas de Mozart, de Weber, del primer Beethoven, piezas fáciles de Chopin y Schumann. Uno de los invitados fue el violinista de primera fila I.M. Nagórnov, el cual interpretó la sonata Kreutzer de Beethoven y causó tan grande impresión en el escritor que poco después se lanzaría a uno de sus relatos más famosos: La sonata a Kreutzer que todos leímos en nuestra juventud.
No obstante, al Tolstói de la última época sólo le emocionaban las canciones y las danzas folklóricas. Era ya aquel pope laico que escribió “¿Qué es el arte?”, uno de los sermones más tediosos de su última época. Justo entonces un emocionado Chaikovski le visitó. El gran héroe le pasó cinco canciones populares (que Chaikovski guardó con esmerada educación) y luego le escribió una carta en la que decía: “Trabájelas y utilícelas a la manera de Mozart y Haydn y no a la manera artificiosa de Beethoven”. Perplejidad absoluta de Chaikovski.
Félix de Azúa
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