ÁMSTERDAM / Joana Mallwitz hace brillar musicalmente una ‘Rusalka’ llena de contradicciones en lo escénico
Ámsterdam. Ópera Nacional de Holanda. 2-VI-2023. Dvorák: Rusalka. Johanni van Oostrum, Annette Dasch, Raehann Bryce-Davis, Pavel Cernoch, Maxim Kuzmin-Karavaev. Royal Concertgebouw Orchestra. Dirección musical: Joana Mallwitz. Dirección escénica: Philipp Stölzl & Philipp M. Krenn. Decorados: Heike Vollmer, Philipp Stölzl. Vestuario: Anke Winckler
En la nueva producción de Rusalka de la Ópera Nacional Holandesa, los directores de escena Philip Stölzl y Philipp Krenn cambian a la ninfa acuática que por amor a un príncipe quiere convertirse en humana, por una prostituta heroinómana que sueña con el romance y el glamour de Hollywood. En la ópera de Dvorák, el anhelo por acceder a otro mundo y a otra identidad son sólo cuestiones secundarias y la motivación de Rusalka es únicamente el amor por una persona que pertenece a ese mundo y su deseo de poder estar con él. Además, el punto central de la ópera es el hecho de que un personaje de cuento de hadas quiera pertenecer al mundo real, y así sucede en la partitura de Dvorák, que describe la naturaleza bohemia y el inaprensible mundo de las hadas en los actos primero y tercero, mientras que el segundo se construye sobre la oposición entre este mundo y la realidad terrenal.
En esta producción, sin embargo, el anhelo de otro mundo se convierte de repente en un motivo primordial. En escena vemos a una prostituta barata que quiere escapar de la mugre de una sucia calle de un barrio marginal de Nueva York, donde es víctima de un gángster que actúa como su proxeneta. Todo ello da lugar a continuas fricciones entre la música y la escenografía, y también a momentos de puro dislate. La ‘canción a la luna’, por ejemplo, cantada sobre la balconada exterior de un cine, careció de cualquier atmósfera en este universo gris de sucias callejuelas. El mundo contrapuesto del príncipe aparece como el decorado de una película de Hollywood, y es ahí donde Rusalka se entera de que su mundo de ensueño no es más que eso, un mundo de ensueño, y tras ser derrotada por una estrella de cine rival (la ‘princesa extranjera’ de Dvorák), regresa a Nueva York, totalmente desengañada, y muere de una sobredosis mientras su ‘príncipe’ continúa su glamurosa vida en Hollywood.
El hecho de que la puesta en escena estuviera en discordancia con la partitura y entrase a menudo en flagrante contradicción con la música, influyó inevitablemente en el canto. Lo más destacable fue Reahann Bryce-Davis, una sólida mezzosoprano de voz cálida y especiada, que convirtió a Jezibaba (en esta producción, una turbia peluquera con un sótano para prácticas que no pueden realizarse a la luz del día) en una auténtica Sweeney Todd femenina. La soprano Johanni van Oostrum encarnó al personaje titular con gran intensidad emocional, aunque su lectura fue más terrenal que feérica, mientras que el bajo Maxim Kuzmin-Karavaev, vocalmente solvente, no acabó de convencer como un espíritu del agua convertido en gángster con sentimientos paternales hacia una de sus prostitutas. Al tenor Pavel Cernoch, un experimentado intérprete de esta música, no se le puede reprochar que sonara rígido y desimplicado, ya que en esta producción el papel del príncipe apenas cobra protagonismo escénico e incluso queda relegado a un segundo plano en la importante escena final. Como siempre, la soprano Annette Dasch, en este caso una estrella de cine rubia platino, convenció por su personalidad, aunque le faltó el timbre sensual que se asocia a las ‘princesas extranjeras’ de Dvorák.
Por su parte, la Orquesta del Real Concertgebouw, dirigida por Joana Mallwitz, tejió un tapiz sonoro de rico colorido que evocaba a la perfección las imágenes sutilmente abigarradas de la vida en un bosque centroeuropeo. El comienzo del primer acto sonó como un scherzo de Mendelssohn, evocando una noche de luna llena de vida, con juncos susurrantes y ninfas danzantes. Momentos después, el arpa y las cuerdas enmarcaron la intimidad de la famosa balada a la luna de Rusalka, mientras que la aparición del príncipe fue introducida por un cuerno de caza romántico y candoroso. En el segundo acto, la orquesta supo establecer el adecuado contraste entre el mundo de Rusalka y el humano, aunque, una vez más, el mundo que expresaba la música no era ni de lejos el que se mostraba en el escenario. Las ovaciones para Mallwitz y la orquesta inmediatamente después del intermedio fueron correspondidas con un tercer acto musicalmente bellísimo, durante el cual Mallwitz, que nunca parecía refrenar a sus músicos, consiguió que las voces de los solistas llegaran siempre con una claridad asombrosa. Seguramente le ayudó el propio compositor, un experimentado viola de la orquesta de la Ópera de Praga que sabía escribir para el teatro.
Paul Korenhoff
Foto: Clärchen and Matthias Baus (DNO)